Ahogada en sangre

“Ahogada en sangre”

El ama caminaba unos pasos por delante de Tetyana. Se contoneaba sensualmente castigando el suelo con los tacones de aguja de sus Lambertson Truex, orgullosa de la joven ucraniana que la seguía sumisa.
Cruzaron el patio de armas del castillo, dejando atrás las dependencias de las novicias y la pequeña capilla sin Cristo donde se había oficiado la Ceremonia, para acceder por el enorme portón de la torre del homenaje a una escalera de caracol. Se detuvieron enfrente de una puerta oscura, casi negra, en una sala sin muebles. El ama miró de reojo a Tetyana asegurándose de que todo seguía en orden e hizo sonar la aldaba un par de veces antes de abrir. Del interior emanaron fragantes olores de incienso y aceites perfumados. La habitación quedaba tenuemente iluminada por el fuego del hogar y la luz mortecina de las velas, aunque una parte permanecía en completa oscuridad.
El ama, que parecía saber hacia donde dirigir sus diminutos ojos negros, realizó una genuflexión en señal de reverencia y cuando se incorporó le extendió la mano a Tetyana para que se acercará. Ella obedeció manteniendo la mirada hacia la oscuridad apremiante, sintiendo el miedo en la boca del estómago. También se prosternó tal y como le habían enseñado y esperó a su costado.
Ambas podían percibir la presencia de su Señora. Apaciguadora y a la vez autoritaria. El ama conocía bien las normas y sabía que no debía moverse, que le agradaba mirar. Recorrer sus curvas y su rostro inocente. Apreciar, tal vez, su peinado recogido o su indumentaria, que solía ser sobria y elegante, excepto durante la doma y las recepciones. Aquella noche, un diseño de Yves Saint Laurent. Una blusa blanca, vaporosa y abrochada castamente hasta el cuello, perfectamente conjuntada con una falda evasé negra y un cinturón ancho. O tal vez observaba a la joven Tetyana, menuda y asustada, pero suficientemente adoctrinada para mantener la compostura.
-Puedes dejarnos –ordenó la voz moderada de la Señora.
El ama asintió con la cabeza y salió del dormitorio cerrando tras de sí la puerta.
Tetyana siguió esperando sin prestar atención a los suntuosos muebles o al lobo que se calentaba al amor de la lumbre.
-Acércate.
La joven obedeció adelantándose con pasos tímidos. Abrazada por la oscuridad que se cernía sobre su ser. Demasiado asustada para escuchar el crepitar del fuego o el ulular del viento que hacía temblar los cristales de los ventanales. Con los nervios atenazándola y el corazón desbocado.
Sumida por completo en la negrura se detuvo. Respirando agitada, casi jadeando. Consciente que a su espalda había luz aunque ella no la pudiese ver.
-Acércate más –musitó la seductora voz.
Tetyana sabía que la podía ver y asintió escondiendo en lo posible el pavor que la hacía temblar. Dio un par de pasos sin saber hasta donde tenía que caminar.
-Quieta.
Ahora la sentía a su espalda. Podía oler su perfume embriagador, dulce y penetrante. Notar su cálido aliento en su hombro derecho.
La Señora la acechó sonriendo satisfecha. Espiando la delicada figura de la joven, dibujando con la mirada el cuello, los pechos y el contorno de las caderas. Sin tocar aún, sin hablar. Disfrutando de su miedo, del enloquecedor sonido de su corazón. Acelerado.
-Eres muy joven –le susurró a media voz mientras le desabrochaba lentamente la cremallera del vestido.
De nuevo silencio, aunque sólo a los oídos de Tetyana. Desnuda, pero caliente. Perdida, pero ansiosa.
La tomó por los hombros y la abrazó dejando que la seda del déshabillé le acariciase la piel. Recorrió con las manos la forma de su espalda sintiendo como a su tacto se estremecía y perdía el miedo. Aferró con fuerza la muñeca de la joven y se la acercó a la boca para besarla. Sin prisas, rozando con los labios y la lengua la palma de la mano y los dedos. Ahora sólo había espacio para el placer. Tetyana cerró los ojos y se entregó a su voluntad.
Finalmente, el primer mordisco. Pudo sentir los colmillos hundiéndose en la muñeca lo justo para que la sangre brotase. Apenas hubo dolor, o si lo hubo fue demasiado dulce para evitarlo.
La Señora relamió lascivamente la herida manchándose los labios, las mejillas y la barbilla de sangre. Restregando la muñeca de Tetyana por toda su cara. Y al hacerlo, como en tantas otras ocasiones, le vino a la mente la imagen de su lobo Yura devorando un ciervo.
Bebió sin dar rienda suelta a su voracidad. No aún. Quería disfrutar de ella un poco más. Tan joven e inocente incluso después de la doma.
Le soltó la mano y se puso enfrente para rodearla con los brazos. Tetyana arqueó la espalda hacia atrás, desfalleciendo, y su cabeza hizo esfuerzos para recuperar la verticalidad sin lograrlo. Abrió instintivamente los ojos en busca de luz. Dos fragmentos de jade que nada veían en la oscuridad. La Señora la ayudó a incorporarse y esperó hasta estar segura de que no se desmayaría.
En el tocador, al lado de un cepillo de cerda natural, había varios tubos flexibles de plástico no más gruesos que un dedo y cintas estrechas de terciopelo negro. Cogió un tubo y regresó junto a Tetyana.
Le levantó el brazo cubierto de sangre y le practicó un torniquete para detener la hemorragia. Al apretarlo vio como una lágrima le resbalaba por la mejilla hasta la comisura de los labios que le temblaban por el dolor. Apenas podía mantenerse en pie así que la alzó como si fuese una niña pequeña, con la misma ternura, y la llevó a su cama.
Una cama muy grande, de finales del XVII, con un precioso dosel tallado en madera y una piel de oso para los días más fríos.
La acomodó con delicadeza sobre el lecho escuchando su respiración, relajada de nuevo por el estupor. Volvía a tener los ojos cerrados y la expresión serena.
La Señora se incorporó oliendo la sangre derramada, saboreándola. Sin embargo, hacía mucho que había aprendido a controlar la Sed. Regresó junto al tocador. Encima del mueble colgaba un espejo barroco de marco dorado en el que se vio reflejada. Para ella nunca transcurrirían los años. Su rostro, de piel nacarada y tersa, siempre sería hermoso. Sus ojos turquesas siempre brillarían joviales y fieros. Y su melena azabache nunca encanecería.
Se desnudó bajo la atenta mirada de Yura que permanecía tumbado cerca del fuego. Su cuerpo era el de una grácil y letal depredadora y su porte, el de una zarina rusa.
-Mi Señora –suplicó Tetyana desde la cama.
-Tranquila –repuso con suavidad a la vez que asía varias cintas de terciopelo negro-. Estoy aquí.
Se sentó al lado de la joven.
-Levanta los brazos –ordenó.
Ella obedeció y esperó sumisa a que le atase las muñecas al cabecero de la cama. Sus ojos verdes reflejaron la incertidumbre de quien sabe como terminara todo pero no el modo en que lo hará. Su corazón bombeó sangre con fuerza excitándola más.
La Señora apretó la cinta de terciopelo hasta arrancarle un gemido que se mezcló con una suave exhalación. Luego se puso encima, igual que lo haría una amante, y deslizó las manos por los brazos de la joven hasta su cuello.
Tetyana podía sentir el calor que irradiaba la piel de su Señora y la sinceridad de sus caricias, cada vez más fuertes y sexuales. Llenas de pasión y Sed.
-Te dolerá –le aseguró.
Se recostó sobre ella, restregándose. Haciendo de sus curvas una pauta para sus labios. Obligándola a olvidar la advertencia, ahogando su conciencia en ardientes deseos. Jadeando al unísono por diferentes motivos y un mismo fin: la satisfacción.
La respiración anhelosa de Tetyana exacerbó las ansias de beber de su Señora. Su lengua, su boca, sus colmillos; apenas se refrenaba cuando la lamía, la besaba, la mordía. Pero demoraba el momento de volver a derramar sangre. Sabía que si la mordía de verdad ya no podría parar y era tan placentera la espera. Su olor, su sabor, el sonido de su corazón al borde del colapso.
Tetyana se estremecía y las convulsiones eran más fuertes a medida que los labios de su Señora se acercaban a su sexo. Sentía su boca entre las piernas. Y ella los latidos de su corazón en sus muslos. Y extasiada, gimiendo entre dientes apretados, vivía el delirio.
Ya no controlaban sus actos. Era el instinto, el deseo indómito el que las zarandeaba y empujaba. La Señora, hambrienta, levantó la cabeza y la fustigó con la mirada. Incluso en la completa oscuridad Tetyana pudo ver sus ojos refulgentes como llamaradas frías de ardiente turquesa. Y en aquel momento, cuando alcanzaron el clímax, lo fueron todo.
Quedó exhausta. Inmóvil sobre la cama, jadeando y tragando saliva, viendo sólo oscuridad. Sintiendo las sabanas empapadas bajo su cuerpo tembloroso. Mareada.
-Mi Señora –masculló-. Me mareo...
-Es normal. Te he mordido en el muslo, cerca de la ingle. Te estás desangrando.
No pudo responder, pero era consciente de lo que pasaba y no sentía dolor.
-Te dolerá –repitió como si hubiese oído sus pensamientos.
Al instante se abalanzó sobre ella y la besó en la boca, todavía excitada por el sabor de la sangre. Siempre sedienta. Pero eran más que besos. La Señora le sujetaba la cabeza con ambas manos y sus labios cubrían por completo los de Tetyana, asfixiándola, cuando le sobrevino el dolor. La vampiresa había cumplido su palabra disfrazando un mordisco de beso.
Sin apenas vida cerró los ojos y esperó sin poder moverse a que su Señora bebiera de su boca. Al principio con frenesí animal, después lamiéndole las mejillas y el cuello como si fuese una gata y el líquido leche. Tetyana también saboreaba su muerte y la respiraba sin querer. Ahogándose.
La Señora se incorporó y observó a la joven ucraniana. Dulce, preciosa y muerta.
El frío hacía crujir los árboles. El fuego de la chimenea se extinguía y el olor de los incensarios se mezclaba con el férreo aroma de la vida derramada.

“Noches sin verdad”

Miró el reloj de la mesita de noche desde la cama. Eran las tres y diez de una madrugada aburrida. Habían cenado comida tailandesa y bebido un buen vino tinto. Después se habían acurrucado en el sofá, delante del televisor de plasma, y Evelyn había tomado la iniciativa. Besándole el cuello y siguiendo los mismos pasos que otras noches hasta llegar a la cama.
Se levantó con cuidado de no despertarla y salió del dormitorio hacia la sala de estar que todavía olía a nam phrik.
El apartamento, perteneciente a un lujoso bloque en la esquina noroeste de la calle 83 y Central Park West, estaba decorado con el impersonal gusto de un interiorista y nadie se había molestado en cambiar la frialdad de lo ajeno.
Apoyado en la barandilla del balcón se obligó a racionalizar sus pensamientos frecuentemente desordenados. Se aprovechaba de las mujeres, era consciente. Sin llegar a ser ruin, sin mentir. Y no tenía remordimientos en ese sentido. Lo que le cansaba era la rutina del último año. Sus cuadros eran basura para vender. Arte actual, vacío, sin nada suyo. Y lo peor de todo era el tiempo desaprovechado en busca de una oportunidad, que nunca llegaba, en el viciado mundo del arte.
Observó el cielo, tremendamente oscuro, y sonrió a desgana al sentirse fuera de lugar.
A la mañana siguiente Evelyn se levantó temprano aunque era domingo y no tenía ningún compromiso. No le importaba dónde podía estar él, ni si se había marchado sin decir nada.
Se duchó mientras escuchaba las noticias locales en la radio y se vistió para ir a correr. Cuando pasó por la sala de estar, camino de la cocina, le vio en el sofá.
-¿Has dormido aquí?
-Sí –contestó al tiempo que se frotaba los ojos con las palmas de las manos desperezándose.
-Pensé que ya te habrías ido.
La puerta del balcón seguía abierta. La abogada se limitó a cerrarla y a subir la calefacción sin decir nada.
Su cabello, muy corto para no perder el tiempo por las mañanas, estaba mojado. Era una mujer muy deseable.
-Mañana regresa mi marido.
-Bien.
-Ahora nos tendremos que ver menos.
-Como quieras.
Salió de la cocina con una botellita de Fiji water en la mano y cara de circunstancias.
-Respecto a la cena del veintiuno, prefiero que no vengas.
Aquella frase sí despertó su interés. La cena del veintiuno, como ella la acababa de denominar, era la oportunidad de codearse con importantes marchantes de arte. Muchas de las galerías más influyentes del West Chelsea y el Soho estaban representadas por el bufete de Evelyn y por ende asistirían a la cena que organizaban todos los años por Navidad. Incluso los todopoderosos de la Gagosian Gallery estaban invitados. Pero no iba a perder los papeles. Si había aprendido algo era a no sacar las cosas de quicio.
-Como prefieras –contestó con cierta indiferencia.
-Entiéndeme cariño, pensaba que Robert no regresaría hasta el treinta y uno. No puedo presentarte como a un amigo, sospecharían. Además –añadió con fuerza resolutoria-, no tengo por qué dar explicaciones.
-No las he pedido –repuso con falsa sumisión.
Se levantó del sofá dejando que la frazada cayese de sus hombros. Tenía la espalda ancha y la cintura estrecha. Sin ser especialmente musculoso se veía fuerte, incluso estando relajado como ahora. Se giró hacia ella y esbozó una sonrisa seductoramente desafiante.
Empezó a caminar sin apartar sus ojos grises de los de Evelyn que reconoció el juego.
-No te preocupes –le susurró justo antes de besarla en el cuello. Un beso de buenos días, tan cálido como teatral.
Evelyn se quedó apoyada en el marco de la puerta sopesando la situación. Él entró en la cocina y abrió la nevera, siempre llena, y cogió un tetrabrik de Adult Milk.
-No irás. ¿Verdad?
-¿Acaso me dejarían entrar sin invitación? –preguntó con una sonrisa tranquilizadora.
-Perdona cariño, no se que he querido decir.
No le gustaba. No controlaba la situación. Él no era un títere al que manipular. Demasiado guapo para ser listo pensó al conocerlo. Pero se había dejado engañar. “Que crean que somos estúpidos, así bajarán la guardia” le dijo una vez su mentor. Que prepotente y estúpida había sido.
Se acercó a él, disimulando la rabia que crecía en su estómago, y lo abrazó por detrás notando su respiración serena.
-¿Qué haría sin mi pintor? –musitó.
Lo besó en la boca y salió de la cocina llena de dudas.
-Te llamaré –dijo al salir del apartamento.
Él se quedó a solas. Tranquilo. Consciente de que aquello era una despedida, o mejor: un estás despedido. Aunque poco importaba.
Fue en busca del finiquito: mil setecientos dólares olvidados convenientemente sobre la mesa del salón. Pero en cierta medida se sentía engañado. Él había cumplido su papel en esa historia. El de joven bohemio que se deja seducir por una prestigiosa abogada de Manhattan. Sin embargo, Evelyn había edulcorado sus ofertas con promesas de cenas, exposiciones, y otros actos sociales que lo introducirían en el hermético círculo de las grandes galerías de arte. Pero había mentido.
Entró en el despacho de Evelyn, tan elegante e impersonal como el resto del apartamento. En el centro de la habitación había un escritorio Triskal de oro y madera que se asemejaba bastante a los muebles de Gaudí y encima un ordenador de sobremesa eternamente encendido. El resto de mobiliario, en tonos uva y detalles dorados, era de Roberto Ventura.
Rebuscó en los cajones sin suerte, pero al abrir la placa retractable del escritorio halló el premio gordo. Dos invitaciones para la cena de Navidad, que evidentemente, estaban destinadas a Evelyn y Robert, su marido.
En las invitaciones se indicaba el lugar escogido por el bufete, el hotel Ritz-Carlton de Battery Park, y la necesidad de confirmación de asistencia por correo electrónico. Por lo que revisando los e-mails de Evelyn salió de toda duda. Como era de esperar la letrada había confirmado su asistencia y la de su marido hacía varios días. En cualquier caso, con o sin invitación, no pensaba dejar escapar aquella oportunidad.
Cuando salió del lujoso apartamento, sobre el medio día, se sintió un poco más libre. Dejaba atrás las noches con Evelyn y sus generosas propinas. Pero por el momento tenía suficiente dinero para el alquiler de la buhardilla y un par de caprichos.
Paseó por Central Park West hasta la 72 y decidió desviarse por el parque pensando que aquella era una gran ciudad.
Sobre las ocho abrió la puerta del estudio. Dejó en una mesa todo el material que había comprado y buscó a tientas el interruptor. La pequeña buhardilla era despiadadamente fría. Encendió una vieja estufa salamandra y se sentó en el suelo sacando de una de las bolsas un lienzo de lino que tensó sobre un bastidor de madera.
“El pintor”

Mia miró coqueta a Joseph.
-¿Por qué lo preguntas?
-Por nada, simple curiosidad supongo.
-No. No sale con nadie, creo. En realidad no lo sé.
Ya no la veía. Lara había bajado las escaleras del metro.

Sam se sonó la nariz temiendo que le volviese a sangrar. Tenía fiebre, aunque no mucha, y muy mala cara. Llevaba todo el día en el sofá, delante de la tele. Tapada con la manta y aburrida.
Escuchó la puerta.
-¿Lara? –preguntó con voz de enferma.
-Claro. ¿Quién más tiene llaves?
Lara tiró el abrigo sobre una silla y se acercó al sofá.
-¿Cómo te encuentras?
-Mal. Muy mal –exageró-. Me muero.
Lara le puso la mano en la frente y sonrió.
-Apenas tienes fiebre.
-Estoy malita.
-¡Estás tonta! –sentenció sin dejar de sonreír.
-Y malita. Y cabreada...
-¿Cabreada?
-Mañana tenía una cita con el pintor.
-Ser la modelo de un pintor no equivale a tener una cita con un pintor.
-Lo sé. Y que necesitamos el dinero, también.
Lara la miró temiéndose lo peor.
-Tienes el dinero del coche, ¿verdad?
-Bueno, lo iba a tener... –alegó al tiempo que se tapaba con la manta hasta los ojos.
-No… no, ¡no! –se quejó Lara levantándose del sofá-. Yo no lo tengo. ¿Qué piensas hacer?
-No lo sé.
>>A no ser que tú... –hizo una pausa, fingiendo que no llevaba toda la tarde preparándose para ese momento- ...a no ser que tú vayas por mí.
-¿Qué? Estoy flipando. ¿Eres idiota?
-Pero es perfecto.
-¿Perfecto? ¡No pienso desnudarme delante de nadie! Ni de coña.
-Claro –dramatizó Sam-, está bien para mí, pero tú no eres como yo.
-No vayas por ese camino. No va con segundas. No estoy diciendo nada de eso y lo sabes. Tú eres modelo. Yo no. Y aunque no tengo ni pajolera idea de cómo mierdas se conoce a un tipo en un bar y se acaba posando desnuda para él, sí sé que yo no poso desnuda.
-Un Starbucks.
-¡Me da igual!
-Le llamaré. No le importará. Eres preciosa.
-Que me da igual. No.
-Pero... ¿Y el dinero?
-Encontrarás otra forma –se detuvo-. Qué estoy diciendo. No lo harás. O no a tiempo.
>>¡Pues ala! Nos quedamos sin coche y a la mierda. Pero que sepas que eres una cabrona.
>>¿En qué te gastaste el dinero?
-¿Importa?
-¡Sí, importa!
-No lo sé. Lo iba a tener, paga en metálico.
>>Sólo es tumbarse un par o tres de horas. ¿Tan grave te parece?
>>Será algo que contar.
-¿No lo entiendes? No, es no. ¿Vale?
-Lo siento…
Era sincera.
-Déjalo… me voy a la cama.
Por la mañana fue al dormitorio de Sam, pero no estaba. Arrastró los pies por el pasillo hasta la sala de estar. En el sofá, casi en la misma postura que la noche anterior, Sam miraba la tele. Ojerosa, con la nariz roja y rodeada de pañuelos de papel usados.
-No he pegado ojo –dijo sorbiendo-, tengo la nariz tapada.
-Pobrecita –murmuró enojada-.
>>¿Te desnudas del todo?
-¿Qué?
-¿Te desnudas del todo?
-Sí.
-¿No será un pervertido?
-Ojalá –bromeó abriendo los ojos-. Pero no. Sólo pinta.

Cuando se subió al metro no eran ni las ocho y media. Primera hora de un sábado invernal. No dejaba de darle vueltas a la cabeza, desnudarse delante de un extraño.
El timbre de la puerta estaba estropeado así que dió un par golpes con los nudillos. El corazón le latía deprisa y le sudaban las manos. Siguió mirando la diminuta mirilla dorada, nerviosa, hasta que le abrió la puerta un joven alto y atlético. Habría preferido que Sam hubiese exagerado al describir al pintor pero la verdad es que se había quedado corta.
-Hola. Tú debes ser Lara.
-Sí –alcanzó a decir.
-Pasa por favor.
Al entrar sintió una repentina bofetada de calor.
-Deja que te coja el abrigo.
>>Perdona, no me he presentado. Me llamo... –su voz se perdió detrás de un armario en el que guardó la prenda. De todos modos, Sam le había dicho su nombre.
-¿No hace mucho calor?
Él se giró y la miró divertido.
-Sí.
>>La verdad es que esta buhardilla es muy fría. He tenido que dejar la estufa encendida toda la noche para lograrlo. Pero ten en cuenta que estarás desnuda –dudó-. Por qué Sam te lo ha dicho ¿verdad?
-Sí, sí. Claro. Lo sé. Es que nunca he posado, desnuda. Ni vestida.
-Bueno, en realidad ella se deja el tanga.
“Embustera” pensó.
-¿Dónde me cambio?
-Allí –dijo señalando un punto indeterminado-. Puedes dejar la ropa sobre la cama.
“¿Es que no había paredes?”
La buhardilla estaba repleta de grande lienzos, todos abstractos, y olía a pintura y acetato. Sobre una mesa de trabajo se amontonaban más lienzos pintados, cajas llenas de pinceles de diferentes tamaños y formas y tubos de pinturas al óleo. Era el estudio de un artista pero también su hogar. Junto a la cama, un colchón en el suelo, había una mesita de noche y un armario viejo al que le faltaba una puerta. Tenía mucha ropa colgada, ropa cara, incluyendo un traje negro protegido por una funda de plástico transparente. Y al otro extremo de la estancia la cocina. Llena de frascos con especies y platos y cazuelas secándose sobre la encimera.
Se giró hacia la cama y comenzó a desabrocharse el pantalón. Miró por encima del hombro buscándolo. Estaba de espaldas a ella, cerca de una ventana por la que entraba mucha luz. Asegurando el caballete, colocando el lienzo.
No quería que la viese a medio desnudar. Se afanó en quitarse toda la ropa sin preocuparse en como la dejaba sobre la cama.
Cuando el pintor quedó satisfecho con la inclinación del caballete se dio la vuelta para mirar el sofá en el que la modelo se tumbaría. Pero toda su atención se centró en ella.
Los rayos de luz incidían en su piel morena.
-Túmbate por favor.
Lo dijo sin darle mayor importancia, como se lo habría dicho a Sam. Sin embargo, no sentía esa indiferencia. Pero no quería intimidarla. No quería que se sintiese incómoda, o no más de lo que ya debía sentirse. Y la mejor forma era comportarse como un profesional.
Lara se reclinó sobre el sofá, cubierto con una sábana blanca que olía a lavanda, e intentó adquirir una pose adecuada. Él la miraba, consciente que ella evitaba sus ojos, escondiendo una sonrisa inocente al ver la rigidez de su modelo.
-Sam me ha dicho que estudias en la NYU. Historia ¿verdad? –mintió para distraer su atención del nerviosismo.
-No. Historia del Arte.
-¡Vaya! ¿Debo estar nervioso?
-¿Por?
-No sé si encajo bien las críticas…
-Tranquilo, no seré muy dura –dijo a la vez que negaba con la cabeza.
Los hombros de Lara se relajaron al tiempo que se recolocaba en el sofá. Tal vez se sintió menos incómoda, o simplemente dejó de importarle su desnudez.
-¿Así está bien?
-Sí, perfecto. No te muevas.
Si la modelo hubiese sido Sam, el pintor habría dirigido su atención sobre las proporciones y el juego de luces y sombras, pero ella no era Sam. Era Lara, y nada tenía que ver. Estudió las curvas de su cuerpo, deslizando la mirada por su piel dorada. Dibujando las ondas pelirrojas de su cabello. Resiguiendo las facciones suaves de su rostro. Acariciando su nariz y sus labios. Buscando su mirada esquiva. Recreándose en el movimiento de su pecho, en su vientre firme y en las formas de sus caderas. Ensimismado por la belleza de Lara. Tan sencilla, tan cercana, tan ajena.
-Creo que prefiero que te coloques de otro modo.
-Sí, claro –dudó-. Tú dirás.
El pintor se acercó.
-Levántate por favor.
Empujó el sofá a un lado y se quedó un rato pensando. Muy cerca de ella.
-Ven –le pidió mientras caminaba hacia la ventana.
-eh… no. Cerca de la ventana no.
-No te preocupes. Ven, mira, es imposible que nadie te vea.
Lara se fió. No mentía, sólo podía ver los tejados de los edificios colindantes.
-Colócate como si mirases por la ventana.
-Desnuda –bromeó.
-Bueno, supongo que tu alter ego es menos pudorosa.
-¿Menos? Hace veinte minutos que nos conocemos y ya me he desnudado…
Ya no evitaba la mirada del pintor. Sus enormes ojos marrones se clavaban, ahora, con perspicaz sagacidad.
Obedeció sin esperar más indicaciones.
-¿Está bien así?
-Sí. Pero gira la cabeza hacía mí.
Lo hizo.
-¿No se supone que estaba mirando por la ventana?
-Sí, pero es que ha sonado el teléfono.
>>Ladea un poquito la cabeza.
-Que natural –murmuró irónica.
-La luz hace que tu cabello se vea más rojo.
El pintor recolocó el caballete y acercó una pequeña mesa auxiliar con todo el material.
-Ahora, quietecita por favor.
Lara se limitó a asentir.
Durante la siguiente hora no hablaron. Él trabajo en el boceto a carboncillo. Ella lo estudió. Se fijó en que iba descalzo, y que era zurdo. Que fruncía el cejo cuando hacía trazos pequeños. Que tenía unos labios carnosos y unos ojos preciosos.
-¿Estás cansada?
-Bueno, puedo aguantar.
-Descansemos.
Lara se giró al tiempo que tiraba los hombros hacia atrás para relajar la musculatura y realzar su pecho.
-¿Puedo verlo?
-No. Sólo cuando esté terminado.
-¿Me visto o continuaremos?
-Creo que lo dejaré por hoy. Se está nublando.
Lara esperó a que el pintor se diese la vuelta para vestirse. Pensó en que volvería a verlo, que no había terminado. Y que le gustaba la idea. “Ser la modelo de un pintor no equivale a tener una cita con un pintor” le dijo a Sam. Pero se había fijado en como la miraba, bueno por lo menos hasta que cogió el carboncillo. ¿O se lo había imaginado? O peor aún, él también miraba igual a Sam.
-Dime Lara, ¿te va bien que nos veamos el martes?
-Sí –sonrió-, ¿a qué hora?
-¿Sobre las nueve?
-Bien.
No quería que se fuese. Quería hablar con ella, conocer a la chica pelirroja que pasaba de la timidez al coqueteo en tan sólo unos minutos. Quería conocer a la estudiante de historia del arte que le miraba mientras dibujaba.
-Ya es casi mediodía… ¿te apetece comer?
Lara sonrió nuevamente y le miró con esos ojos que no escondían nada. Como si estuviese tan segura de todo que no le hiciese falta.
-Apenas son las once.
-Bueno, ¿tal vez un brunch?
-¿Invitas a comer a todas tus modelos?
-No. ¿Demasiado directo?
-Demasiado pronto… prefiero un café.

Ambos salieron de la buhardilla y pasearon hasta una cafetería árabe cercana.
-Nunca había tomado un café tan corto y con tanto poso -dijo Lara mirando el vasito de cristal verde.
-¿Te gusta?
-Prefiero estas pastas… parecen rosas.
-Dime, ¿por qué historia del arte?
-Me gusta. Me gustaría trabajar como conservadora.
>>Y tú ¿por qué pintor?
-Siempre he pintado… mi madre era pintora.
-Me he fijado en los lienzos de la buhardilla… todos abstractos, pero imagino que mi desnudo es figurativo ¿no?
-Sí.
>>Lo que has visto en la buhardilla es –dudó- una mierda.
-A mí no me lo ha parecido. Es un trabajo bien estudiado. Y eso no es poco en un artista tan joven.
-Pues gracias. Pero sólo lo veo como el tipo de arte conceptual que se espera de un artista tan joven y que, tal vez, me abra alguna puerta. Pero no es lo que quiero pintar.
-Todos eran blancos. Con distintas tonalidades de grises, azules y ocres. Pero en esencia blancos. Eso tiene que significar algo.
-Significa que me gusta el blanco –sonrió sin quererlo al ver como lo miraba-. Me gusta la nieve –asintió-.
-Algo es algo.
>>No has nacido en Estados Unidos, ¿verdad?
-Soy español.
-Un joven pintor, de pelo negro y piel morena, que busca su lugar en el mundo del arte –dijo con cierta sorna-. Su obra es prometedora. Sin embargo, él asegura que quiere pintar cuadros figurativos… estudiantes de historia del arte desnudas frente ventanas.
-Y no te olvides de las aspirantes a actrices y modelos.
-Cierto, cierto. A ellas también.
-Aunque en ocasiones pinto otras cosas.
-¿Qué más pintas? ¿Maduritas desnudas?
-Y paisajes nevados –dijo abstraído.
>>¿Quieres cenar conmigo?
-Quiero. Pero hoy no puedo. ¿Qué tal mañana?
-Mañana soy yo quien no puede. Pero podemos vernos el martes.
-El martes pues.
Cuando se despidieron él la besó en la mejilla y ambos pensaron lo mismo.

“La noche del veintiuno”

Noche del veintiuno, Roma.
Caminaba sin prisa. La piazza a esas horas de la noche permanecía en completo silencio sin apenas turistas, sólo una pareja besándose apasionadamente en un banco de piedra porosa en frente de una gran fuente de mármol.
Deslizó la mano en el bolsillo del pantalón asiendo el mando a distancia del Lamborghini Murciélago LP 640 y presionó el botón que abría la puerta y activaba el detonador. No miró atrás cuando se produjo la explosión que voló por los aires el ático del Dr. Manfredi. Pudo verla reflejada en las lunas tintadas del deportivo. Varias alarmas de comercios adyacentes saltaron y no tardó demasiado en escuchar las sirenas de los bomberos y los Carabinieri. Pero para cuando llegasen, él ya se encontraría muy lejos.

Aquella tarde...
-Grazie –Murmuró Ferruccio Manfredi, profesor de arqueología en la Universidad de La Sapienza, tras entregarle el paquete a la mujer del servicio postal.
-Signore Thomas Fulton –Se aseguró leyendo en voz alta el destinatario.
-Sì –Afirmó el profesor-. Buona sera.
-Buona sera, signore.
Manfredi, salió apresuradamente de correos. Sudoroso y claramente alterado se dirigió con paso ágil hasta la parada de autobús. El cielo volvía a estar encapotado. Durante los últimos tres días había llovido, la mayor parte del tiempo una llovizna suave en la que las gotas parecían flotar ingrávidas por el aire, pero a intervalos se producían breves chaparrones que anegaban las calles. En el bus, se sentó junto a una mujer de cuarenta y pocos, bien vestida, que leía un reciente best-seller. Manfredi sacó un auricular de debajo del cuello de la chaqueta y se lo colocó en el oído derecho. En el MP3 sonaba el concierto para violín en mi menor, opus 64, “Sueño de una Noche de Verano”, magistralmente interpretado por Leland Chen. Pero no disfrutó ni una de las notas.
Fuera comenzaba a chispear.
Las puertas del autobús, viejas y sucias, chirriaron al abrirse cuando se detuvo en la parada. Bajaron dos chicas además de Manfredi que corrió para atravesar la plaza hasta la entrada del piso. Al abrir la puerta el olor a cerrado le golpeó la nariz.
La sala principal estaba repleta de libros antiguos que habían sido tratados para evitar el deterioro del tiempo, pero que aún desprendían ese aroma característico de la piel curtida y el papel viejo. Era ese olor el que lo impregna todo, demasiado denso para acostumbrarse, demasiado fuerte para ignorarlo. Manfredi abrió uno de los ventanales que daban a la plaza y la brisa del atardecer le acarició la piel, seca y morena por el sol de incontables excavaciones. Dejó caer el abrigo en una silla de diseño en la que descansaba un mamotreto embellecido con cenefas doradas de motivos estivales, cuyo título, enmarcado por un rectángulo burdeos enunciaba: “UNIVERSA GRAMAT GRAEGA”. Angustiado y cansado, tomó asiento en otra silla, hermana gemela de la anterior, y se sirvió una copa mientras un remolino de recuerdos le mareaba.
La habitación quedó en penumbras, levemente iluminada por una lámpara de papel blanco en forma de cono y, a excepción de algún trueno, tampoco se oían ruidos. Finalmente, los ojos cansados del profesor comenzaron a cerrarse y los músculos tensos por el estrés se relajaron. Los finos dedos soltaron, sin querer, el vaso de coñac.
-¡Merda!- Manfredi abrió los ojos de golpe vislumbrando la silueta esbelta de un hombre trajeado-. Chi è? Fulton? –Le inquirió.
-Tranquilícese –Musitó el intruso-. Sé que me entiende... ¿Ha enviado el cuadro?
-Sì… –afirmó mientras intentaba levantarse en vano-. Che cosa...? ¡Non riesco a muovere il braccio!
-No grite –Le rogó sin alzar la voz-. De nada le va a servir. No puede moverse porque el coñac que ha bebido contenía un tónico elaborado a partir de Curare.
-Veleno... –balbuceó Manfredi con cierta dificultad.
-No se preocupe. La dosis que ha ingerido no es letal. Sólo sentirá entumecimiento, parálisis progresiva.
>>Me gustaría agradecerle el envío del cuadro… pero necesito el nombre del pintor.
-Ten... drá, que... matar... me –Dijo mirando a los inexpresivos ojos del intruso.
-Ya pensaba hacerlo profesor.

Noche del veintiuno, Manhattan.
En el dormitorio del lujoso apartamento sito en la esquina noroeste de la calle 83 y Central Park West, Evelyn encendió la mini cadena y la inconfundible voz de Diana Krall entonó “Just the way you are”. Descolgó del armario empotrado el vestido rojo de Valentino que una funda transparente de plástico protegía, y aunque ahora no parecía tan bonito como en la tienda, lo estiró sobre la cama. Se dirigió al cuarto de baño y mientras se maquillaba frente el espejo una agobiante sensación de soledad le oprimió el corazón.
Cuando Robert llegó, Evelyn ya había salido hacia el hotel Ritz-Carlton de Battery Park. En la mesita del recibidor había dejado una nota: “No quiero verte en la fiesta”.

-Estoy colaborando con Christie’s –Dijo Alan Poole-. Nada serio. Pero quién sabe...
-¿Quién sabe? –Bromeó Peter Einsner, redactor del Wall Street Journal, mientras se colocaba bien uno de los gemelos de oro-. ¿A quién pretendes engañar?
-Bueno... –Sonrió.
-¿Christie’s? –Le interrumpió, teatralmente sorprendida, Catherine, la esposa de Einsner-. Que interesante. ¿Cuál fue ese cuadro tan caro...?
-¿Choque de automóvil verde? –Se adelantó Poole.
-Sí, ese mismo. ¿Cuánto dieron por él?
-Más de 70 millones de dólares –Dijo tajante Einsner.
-¡70 millones de dólares! –Repitió Catherine enfatizando cada una de las palabras-. Seguro que es un record...
-Lo fue para Christie’s –Anunció Poole-. Aunque un día antes un postor anónimo había adquirido por 72,8 millones un ‘rothko’ en Sotheby’s.
Catherine sonrió.
Peter Einsner tenía claro que Poole mentía más que hablaba. Era ese instinto periodístico el que lo llevó a destapar el contrabando de armas que mantenían varias compañías de seguridad nacional con países en conflicto y que bien podía valerle el Pulitzer. Quizás esto no le reportaría respeto profesional, pero económico...
-Vamos –murmuró Einsner-, cuéntame algo más.
Alan Poole le miró a los ojos y se acercó, un poco, como si fuese a desvelar el gran secreto.
-Ahí va mi abogada –Señaló socarrón-. Perdonadme, he de ir a saludarla.
Evelyn se acercaba entre la multitud que se congregaba en el gran salón del Ritz-Carlton, mientras Poole le hacía señas.
Lucía un vestido palabra de honor rojo, largo hasta los tobillos y estaba preciosa. Venía sola. Una vez más.
-¿Y Robert?
-Mejor no preguntes –Respondió negando con la cabeza.
Ambos permanecieron en silencio sin saber que decir.
-¿Te has enterado? –Dijo, finalmente, Poole.
-¿De?
-Han vuelto a hospitalizar a Mailer. He hablado con Dwayne y Einsner, pero no me han querido decir nada.
-Espero que se recupere.
Parecía afligida, aunque Poole sabía que sólo lo parecía.
Evelyn buscaba a Robert entre los asistentes cuando descubrió a su impertinente pintor hablando con un asesor de la Gagosian Gallery.
-Discúlpame Alan.

La abogada cogió una copa de Krug cuando pasó junto a uno de los camareros y saludó con un leve movimiento de cabeza a Damien Hirst al tiempo que se cruzaba con Catherine Einsner.
-Hola Bill –dijo sin mirar al pintor.
-Hola Evelyn. Estás radiante.
-Eres todo un truhán Bill. Te han sentado bien las nuevas adquisiciones –bromeó-. ¿Y tu amigo?
-¡Oh, perdona! Él es… -lo miró avergonzado- discúlpame soy un desastre con los nombres.
-Tranquilo Bill, Evelyn está de broma. Sabe perfectamente como me llamo. ¿No es verdad?
-Sí. Perfectamente.
-¡Oh!, os conocéis –confirmó el asesor financiero con afectada sinceridad-. Le estaba comentando lo importante que son las nuevas caras. Sin ir más lejos Hauser & Wirth apuestan por el arte indio del que podría ser el nuevo Hirst.
-Justo de él quería hablarte –le cortó Evelyn-. Acabo de cruzarme con Damien y me ha preguntado por ti.
-Vaya… ¿Por mí?
-Tranquilo. Lo entendemos.
-Claro, claro. Si me perdonáis.
Como una exhalación Bill Sullivan se deslizó entre los presentes obnubilado por su enorme ego.
El pintor y la abogada se alejaron entonces de la cacofonía del gran salón para enfrentarse, en el recibidor del hotel y cara a cara, a la falta de palabras.
-Hoy ha sido un día de mierda –anunció la abogada-. Lo último que quería era verte aquí.
-Tranquilízate. No he venido a joderte la noche.
-¿Cómo has entrado?
Antes de que el pintor pudiese abrir la boca una voz áspera y profunda le interrumpió con la mentira por presentación.
-Es mi invitado –afirmó el hombre al que ninguno de los dos había prestado atención.
Un anciano de esbelta figura y ojos acusadores ladeó la cabeza a modo de saludo.
-Ya pensaba que nunca la iba a conocer –continuó el desconocido-. Usted debe de ser Evelyn.
>>Yo soy Thomas Fulton.
-Encantada –alcanzó a decir la abogada.
-Igualmente.
>>Parece un poco sorprendida. Pero no debe preocuparse. ¿O tal vez tema que su affaire salga a la luz?
La abogada hizo un esfuerzo por mantener la compostura.
-No sé a qué viene todo esto –aseguró volviéndose hacia el pintor-, pero pensaba que podía confiar en ti. No imaginaba que eras uno de esos que va contando por ahí sus hazañas de cama.
-Te equivocabas.
-Sí. Ya veo.
Evelyn, tan llena de dudas y miedos como sólo un mentiroso puede tener, se giró airada y, sin mediar palabra, se dirigió al ascensor con paso decidido.
Ya a solas el pintor hizo el ademán de hablar pero el anciano se le adelantó.
-Perdone mi falta de tacto.
-Me ha hecho mentir. Ni soy de esos que van contando sus conquistas, ni le conozco de nada.
>>¿Quién coño es usted? Y ¿cómo sabía lo mío con Evelyn?
-Me llamo Thomas Fulton, y sé mucho de usted.
-Siga…
El misterioso desconocido sacó un móvil de última generación del bolsillo interior de su americana y le mostró una imagen.
-¿Lo reconoce?
El pintor dudó.
-No.
-¿Está seguro?
-Sí. Y será mejor que vaya al grano porque mi paciencia tiene un límite.
-Por supuesto. Hace cosa de un año adquirí este cuadro en Roma, a un profesor de la Universidad de La Sapienza.
>>Creo que usted lo pintó.
-Se equivoca.
El anciano deslizó su huesudo dedo por la pantalla táctil del móvil.
-¿Y éste?
Otro paisaje nevado apareció en la pantalla.
-Sí –afirmó el pintor-. Ese es mío.
-Fíjese en el trazo de las pinceladas, en la forma de utilizar el color, en como juega con las texturas. Incluso la letra de ambas firmas es idéntica.
-Le repito que yo no he pintado el otro cuadro.
>>No sé de dónde ha sacado la foto del mío, el segundo –enfatizó-, pero no sé nada del otro.
-Le ruego que me disculpe. Debo estar en un error. No pretendía molestarlo, pensé que le echaba una mano con Evelyn.
-Quiere dejar de hablar de Evelyn como si la conociese… ¿qué es esto? Algún tipo de timo.
>>¿Pretende chantajearme?
-No. Claro que no.
-¿Entonces?
El anciano suspiró como si no encontrase el modo de afrontar la conversación.
-Mi mandante está muy interesada en su trabajo.
-¿Su mandante?
>>Mire, no sé de qué me está hablando. No entiendo su modo de proceder. No me parece razonable su intromisión en mi vida, con Evelyn… con todo.
>>No quiero ser grosero, aunque ganas no me faltan. Así que si me disculpa, regresaré a esa fiesta a la que usted no me ha invitado e intentaré sacarle el máximo partido.
El pintor se encaró al ascensor dándole la espalda.
-Pinta paisajes nevados de lugares que nunca ha visitado… y siente añoranza.
>>¿Nunca se ha preguntado el porqué?

Noche del veintiuno, New Jersey.
-Mama... –Susurró Lara rompiendo el silencio-. Mama... –Repitió más alto.
Se acurrucó tapándose con la manta hasta los ojos aunque sentía calor. Mirando a la oscuridad mientras buscaba con la mano al señor Legs, su osito de peluche. Tal vez se había caído al suelo. Pero le daba mucho miedo sacar los brazos fuera de la cama, y más aún palpar el suelo. Quizás el señor Legs también estuviese asustado, como ella. Sería sólo un momento, apretó los dientes y se abalanzó hacía el borde de la cama. Allí estaba, paralizado por el temor. Lo cogió de una de sus patas aterciopeladas y volvió a acurrucarse hecha un ovillo, tapada por completo y abrazada al señor Legs. Con los ojos cerrados y los puñitos aferrados al peluche.
No se oía nada. Cuando Lara tenía mucho miedo se escondía debajo de las sábanas con el señor Legs. Pero era peor porque tarde o temprano tenía que salir y encontrarse con la oscuridad. Normalmente esperaba a que su madre encendiese la luz de la habitación para destaparse. Esa noche tardaba mucho, a lo mejor no la había oído.
Respiró hondo y se abrazó con más fuerza al señor Legs y apretó los párpados hasta que se dibujó en su carita la misma mueca que al probar las coles de brusela. Reunió valor.
-¡Mamaaaa! –Gritó con todas sus fuerzas. Después no se movió ni un ápice, acurrucada, tapada y a punto de llorar.
Pero no obtuvo respuesta, sólo el llanto de su hermana pequeña en la habitación contigua.
No podría aguantar mucho más debajo de las sabanas, el calor se hacía cada vez más insoportable. Pero sentía tanto miedo. Imaginaba sin querer temores oscuros. Alguien sentado en su cama mirándola fijamente, a veces lejos, a veces tan cerca que si no fuese imaginado podría notar su aliento. Imaginaba seres debajo de la cama que esperaban que su pierna se descolgara para agarrársela con fiereza. O a alguien escondido en el espacio que quedaba entre el tocador y el armario, a veces casi podía distinguir una sombra que se movía. Pero hacía tanto calor. Ya no podía aguantar más, no pasaría nada. No había monstruos escondidos en las sombras o debajo de la cama, sólo su imaginación. Se destaparía de golpe y nada le ocurriría.
Cogió al señor Legs con la mano izquierda y lo apretó contra el pecho. Luego agarró un jirón de ropa con la derecha preparándose para un movimiento rápido que la dejaría indefensa. Respiró una bocanada de aire caliente y se destapó por completo.
Nada... sólo oscuridad.
Respiró aliviada. El señor Legs también lo hizo. Por debajo de la puerta entraba luz. Sus gritos seguro que habían despertado a su madre, incluso su padre que tenía un sueño profundo y pesado se habría despertado. Pero la puerta seguía cerrada.
Esperó, mirando el pomo y de vez en cuando dando un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse que ya no tenía miedo. El señor Legs se impacientaba pero Lara aún podía esperar un poco más. Su hermanita había dejado de llorar. Todo estaba de nuevo en silencio. Quizás no había gritado tan fuerte, a lo mejor nadie la había oído. Ahora le daba vergüenza llamar a su mamá porque ya casi no tenía miedo, sólo calor.

La noche del veintiuno del año pasado, del presente y de hace doce navidades… A veces el destino nos depara sorpresas que sólo comprendemos con el paso del tiempo.

“A media luz”

Thomas Fulton se quedó de pie con el abrigo puesto. El pintor cerró tras de sí la puerta y estudió al anciano intentando encajar las piezas de aquel extraño rompecabezas.
-Una buhardilla muy acogedora –comentó el sr. Fulton con indiferencia.
-¿Quién es su mandante?
-Que directo. Ni un “quiere beber algo” o “tome asiento”. Pero entienda que todo llega a su debido momento.
-Dígame su nombre.
-Princesa Nadezhda.
>>¿Le sirve de algo? O repetirá “princesa” con sorna.
-No quiero más jueguecitos sr. Fulton. Parece saber mucho de mí. ¿Por qué?
-Es parte de mi trabajo.
>>Usted cala a los mentirosos con la misma facilidad que yo a los inocentes. Y ese mismo instinto le dice que no miento. Que puedo ayudarlo a entender quién es usted.
-Sabe qué pienso, que empiezo a estar hasta las narices de tanto misterio.
Alguien llamó a la puerta con tres golpes secos.
-Abra, abra –dijo el anciano al tiempo que entrecerraba los ojos y movía con estudiada afectación la mano derecha a modo de disculpa.
El pintor giró el pomo dorado y abrió la puerta a un joven taciturno vestido con traje gris, camisa blanca y corbata negra.
-No –dijo el joven-. Piensa en ella.
-¿En Evelyn? –preguntó el sr. Fulton a su espalda.
-No –volvió a negar el joven-. En Lara.
-He de imaginar que se conocen. ¿Verdad? –masculló el pintor.
-Ciertamente –afirmó el sr. Fulton-. Le presento al maestro Muhtadi.
El joven entró hasta situarse cerca de la ventana. Posó su mano en el marco de madera y miró a los ojos del pintor.
El maestro Muhtadi no aparentaba más de veinte años. Parecía extraño que nadie pudiese llamar maestro a alguien tan joven, y mucho menos un anciano. Su rostro era serio, casi agrio, y su piel oscura y tersa. El cabello azabache enmarcaba un rostro de simétrica belleza y sus enormes ojos negros eran impertinentes en su mirada.
-El maestro Muhtadi, señor de los muertos y luz de los secretos, es mejor orador que yo. Sus poderes infinitos le convencerán más allá de lo que mis mentiras podrían hacerlo.
-Esto raya el surrealismo –se quejó el pintor sin dar crédito a lo que estaba escuchando-. Hablan de gente que conozco en un intento, creo, de intimidación. Pero les advierto desde ya que no deberían jugar conmigo. Así que sr. Fulton y usted… maestro de los muertos, ya se pueden ir largando. Y si vuelvo a verlos, no seré tan educado.
-La juventud es temeraria –musitó el maestro Muhtadi-. ¿Qué puede hacerme?
Un inusitado sentimiento de ira creció rápidamente en el pintor como si aquella bravuconada, que en condiciones normales no hubiese significado nada, fuese la peor de las afrentas. Un impulso lleno de odio que exacerbaba su indignación. Tres palabras que se repetían apresuradas en su mente, “¿qué puede hacerme?”, pronunciadas con prepotencia, soberbia y altivez. Pero no era una simple chulería. El pintor había vivido lo suficiente para hacer oídos sordos a las fanfarronerías. Sin embargo, sólo podía pensar en saltar sobre Muhtadi para golpearlo una y otra vez. Pero eso no le parecía suficiente. Verlo frente a él, sosteniéndole la mirada, le exigía más. Quería matarlo.
-¿Qué puede hacerme? –repitió el maestro Muhtadi.
El pintor gritó lleno de furia. Con la mente obnubilada por la ira se giró derribando de un manotazo un jarrón lleno de pinceles de una mesita auxiliar y, tambaleándose como si hubiese perdido la razón, se dirigió hacia el armario al que le faltaba una de las puertas. No Pudo ver la tranquilidad con que Thomas Fulton observaba la escena, ni escuchar como el maestro Muhtadi repetía una vez más las tres palabras, está vez susurrándolas “¿qué puede hacerme?”. Ni tan siquiera podía sentir la ofuscación de sus actos desquiciados.
Buscó entre la ropa de verano, en uno de los cajones del armario, un arma. Un revolver.
Se giró y caminó lleno de ira hasta un metro del maestro Muhtadi. Alzó el brazo y lo encañonó.
-¿Qué puede hacerme?
El pintor, temblando, apretó el gatillo. Sólo quedó oscuridad.
Thomas Fulton se acercó al cuerpo que yacía en el suelo. Inerte.
-¿Qué le ha pasado?
-Cada uno reacciona de un modo distinto al descubrir que puede matar.
El maestro Muhtadi miró uno de los lienzos abstractos de la buhardilla.
-Incluso pintando eso era él. Aunque no lo supiese.
-Será mejor que lo acueste.
Al abrir los ojos se encontró tumbado y dolorido por la caída. La buhardilla olía a chocolate caliente y la vieja estufa salamandra calentaba la estancia.
-Se ha despertado –dijo el sr. Fulton mientras servía una taza-. Espero que no le importe. He curioseado un poco.
>>¿Le apetece? La noche está siendo muy larga.
-No.
El pintor se levantó sintiendo una extraña sensación de vergüenza y tristeza. En la ventana donde se había apoyado Lara ahora estaba el maestro Muhtadi mirándolo con frialdad.
-Acérquese –le ordenó.
El pintor obedeció.
-Por favor -pidió el joven maestro-, discúlpeme.
-He apretado el gatillo. No lo entiendo…
-Sólo ha actuado como debía.
-Pero –casi no podía hablar-, ¿y la bala?... quiero decir, disparé.
El maestro Muhtadi se metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacó cinco balas que mostró al pintor.
-Nunca juego con la muerte. Había sacado la munición del tambor.
-Usted se coló en mi casa.
-Sí, esta noche. Poco después de que usted saliese hacia la fiesta.
El pintor se giró mareado y buscó con la mirada el diván. Con las ideas confusas se dejó caer sobre el mismo y suspiró agotado.
-Ahora soy todo oídos.
Thomas Fulton tomó asiento en una silla cercana y sopló sobre la humeante taza de chocolate. Su expresión no mostraba sentimiento alguno, como si todo aquello fuese inevitable. Frente la ventana el maestro Muhtadi abrió la mano dejando caer las balas del revolver al suelo.
-Mi nombre es Abu Hassan Muhtadi al Mansur ibn Aqil ibn Hakim ibn Zeeshan ibn Rahman ibn Omar al Iskandarí. Algunos me llaman maestro Muhtadi. Otros, Luz de los secretos o señor de los muertos. E incluso me conocen con el sobrenombre del victorioso.
>>Mi padre, como lo fue su padre y el padre de su padre y así hasta el inicio de los tiempos, era mentor de nigromantes. Los conocimientos del padre pasaron al hijo, y el hijo fue padre. Generación tras generación mi familia estudió el saber de la no vida, la adivinación y la necromancia. Soy hijo y padre, mi erudición como nigromante sólo será superada por la de mi hijo.
>>Si hoy estoy aquí es por usted. Pregunte cuanto quiera saber y responderé a cuanto pueda responder.
-Las balas… ¿Cómo sabía que dispararía?
-Su mente es joven. Débil en cierto modo. Mis palabras son conjuros. Cada fonema que pronuncio esconde la verdadera razón de mi entonación y busca un fin. En este caso, sacar su parte menos racional.
-¿Me ha hechizado? –preguntó sin pensar en la inverosimilitud de su duda.
-Los nigromantes conjuramos. Apelamos al espíritu.
-¿Por qué? ¿Por qué todo? Quiero decir, usted y el sr. Fulton qué buscan.
-La princesa Nadezhda busca a quién pintó ciertos cuadros. Usted es ese pintor.
-Pero de las pinturas que me ha enseñado el sr. Fulton no todas eran mías.
-Sí lo son, aunque no lo recuerde. Pero de eso ya hablará con la princesa.
-¿Con la princesa?
-Nos acompañará para conocer a la princesa Nadezhda.
-¿Cuándo?
-Saldremos hacia Londres en unas horas. De allí un jet privado nos llevará a Barcelona.
-¿Barcelona?
El pintor no escuchó la respuesta del maestro Muhtadi. Sin darse cuenta su mente, maltratada, había encontrado refugio en el recuerdo de Lara. Pensó en que había quedado con ella. En el tacto de su piel al besarla en la mejilla.
-No puedo –continuó-. No cogeré un avión.
-Sí lo hará. Pero me gustaría que fuese de motu proprio.

Lara, aunque había trasnochado, se despertó pronto. Tenía muchas ganas de ver al pintor. Quizás fuese una estupidez, pero algo le decía que él también. Cuando por la noche se tumbó en la cama, relajada, imaginó su rostro y rememoró las conversaciones en la buhardilla y la cafetería. Sonrió al recordar sus pies descalzos. Se recreó en el beso de despedida, jugando con la idea de más besos. Igual de tímidos… al principio.

Instintivamente llamó al timbre, que evidentemente seguía sin funcionar, así que golpeó un par de veces con los nudillos la madera. No hubo respuesta. Tras esperar un tiempo prudencial y mirar la hora en el móvil insistió una vez más con igual fortuna. Dudó, comprobó nuevamente la hora y al bajar la mirada al suelo vio la esquina de una carta sobresaliendo de la puerta. Tiró del sobre con cuidado de no romperlo y leyó su nombre en el anverso. En el interior había una llave.
Abrió la puerta con cierta timidez y asomó la cabeza.
-¿Hay alguien ahí?
La buhardilla todavía olía a chocolate desecho y aunque la estufa salamandra estaba apagada seguía notándose el calor. Pero el pintor no estaba.
En el centro de la habitación, sobre el diván y cubierto con una sábana blanca, había un lienzo. Al descubrirlo sintió un pinchazo en el corazón. Podía ver por primera vez su reflejo, más allá de la simple imagen que te puede devolver un espejo. Esa pintura era ella.
En una esquina del lienzo rezaba: “Me hubiese gustado conocerte.
Simón”.
-Y a mí también.

“Cuentos”

Le acarició el cabello despacito, con amor.
-Vamos duérmete –susurró.
-Cuéntame un cuento mamá.
-Es tarde… duérmete.
-Sólo uno –insistió con la voz que utilizaba para mendigar caramelos a su abuelo.
-Uno… y cortito.
Lara dibujó una sonrisa preciosa al tiempo que se abrazaba al señor Legs preparándose para sucumbir al sueño.
-Había una vez –comenzó su madre- una ranita en la orilla de un río cuando se le acercó un escorpión.
>>-Hola ranita –le dijo el escorpión-. ¿Puedes ayudarme a cruzar el río?
>> ¿Cómo? –dudó la ranita que era muy desconfiada.
>>-En tu espalda… yo no sé nadar.
>>-Ni lo sueñes. Si te dejo subir a mi espalda me picarás con tu aguijón y el veneno que corre por tus venas me matará.
>>-No puedes hablar en serio –protestó el escorpión-. De hacer eso me hundiría contigo y como no sé nadar también moriría.
>>La ranita pensó y pensó.
>>-Está bien escorpión. Súbete a mi espalda y yo te llevaré hasta la otra orilla.
>>Ambos comenzaron a cruzar el río, y cuando se encontraban a medio camino el escorpión picó a la ranita con su aguijón venenoso. Medio ahogada y viendo que el escorpión también se hundía sacó las fuerzas suficientes para preguntarle: ¿Por qué escorpión? ¿Por qué?
>>-Es mi naturaleza ranita. No puedo luchar contra eso.
>>Y así, ranita y escorpión…
…duerme mi vida. Duerme.

Escondió el lienzo detrás del armario de su cuarto sin decirle nada a Sam. No quería que nadie la viese como él la había visto.
Más allá de las formas de su cuerpo, e incluso de la lascivia con que miró al pintor mientras la esbozaba, esas pinceladas desnudaban su alma. Como si quisiese hablarle a través de la pintura y ruborizarla con cada trazo.
Por la noche, desde hacía dos meses, miraba el lienzo y pensaba en como hubiese sido conocer al pintor. Recordaba la tarde en el café e imaginaba conversaciones que no se produjeron, y cuando se tumbaba en la cama y cerraba los ojos se sentía frágil y estúpida por no dejar de pensar en su recuerdo.
-¿Seguro que no quieres venir? –preguntó Sam al otro lado de la puerta.
-Seguro. Tengo mucho que estudiar –mintió.
-Pero… es sábado.
-Vete. No voy a salir.
Esperó a escuchar el quejido del ascensor antes de soltar la biografía de Modigliani y quitarse la sudadera de la NYU que había comprado en su primer año de universidad. Quizás se engañaba al mantener vivo ese recuerdo romántico. El de un hombre que sólo había visto una vez. El bohemio que sonreía cuando ella hablaba y la besaba en la mejilla al despedirse. Pero necesitaba esa esperanza.
Se tumbó en la cama, estiró el brazo derecho por detrás de la cabeza y con la punta del dedo índice alcanzó el interruptor de la luz para quedarse a oscuras.
Cerró los ojos e imaginó a Simón trabajando en su lienzo. Ruborizándose cuando le devolvía la mirada al dibujar su rostro. Volviéndose a excitar al recordar los ojos del pintor recorriendo su espalda hasta detenerse en su culo.
Empezó a acariciarse los pechos por encima del pijama mientras soñaba con sus manos. A desnudarse al sentirse febril, a masturbarse al imaginarlo entre sus piernas. Abrazado a sus muslos y besando su vientre.
Ella estaba ahora de pie en un dormitorio de paredes ocres. Iluminada por una luna vergonzosa y velas que olían a miel. Soñaba cuentos húmedos, tórridos y lascivos.
El pintor se arrodillaba entonces dibujando el contorno de sus caderas con las manos. Su mirada era inequívocamente apasionada. Ella le acariciaba el cabello, negro como el miedo y sedoso como el deseo. Y él la besaba de nuevo, justo debajo del ombligo. Un beso sostenido y caliente.
-Eres preciosa –le decía. Y volvía a besarla unos centímetros más abajo.
Lara retuvo la respiración uniendo el sueño a la realidad.
-Eres preciosa –repitió.
Y la besó nuevamente. Ahora en los labios, húmedos y ardientes. Ella exhaló vaciándose de cualquier temor y separó aún más las piernas.
-Eres preciosa.
Hubo otro beso. Mucho más largo, mucho más húmedo.
Lara le apretaba la cabeza contra su sexo mientras jadeaba con silencioso placer. Moviendo las caderas, apretando los muslos, sintiendo la legua del pintor que seguía sin separarse de sus labios cada vez más calientes, dilatados y sabrosos.
La devoraba mientras se deshacía en su boca, bebiéndosela.
Gimió con fuerza al imaginárselo sobre ella. Poseyéndose como amantes. Sudorosos, jadeantes y excitados. Apretándose. Arrancándose gritos, mordiscos y arañazos. Caricias, besos y sollozos. Miradas, olores y saliva. Más besos, apasionados, furiosos y sinceros. Suaves y violentos. Agarrados hasta enrojecer, hasta no poder, hasta perder el aliento y el grito. Silenciado, robado. Explotando mojados.
Él sobre ella, aún abrazados… siempre soñando.
Oliéndose, sintiéndose. Notando el corazón todavía acelerado. Acariciándose hasta que el sueño llegó a su fin y sólo quedó la cruda verdad.
Abrió los ojos. Empapada en sudor, jadeando agitadamente, con los dedos de su mano derecha todavía en su sexo mojado y la izquierda sobre su pecho.
Se hizo un ovillo y se tapó con el edredón sintiendo al pintor abrazándola por detrás. Su respiración aún era entrecortada y su mente no reaccionaba con claridad. Hubiese jurado que notaba el calor de otro cuerpo a su lado e incluso el latido de su corazón. Y de pronto, esa presencia abandonó la cama. Se giró asustada, sin tiempo a racionalizar su miedo. E intentando ver en la oscuridad palpó el interruptor y encendió la luz.
Pero evidentemente seguía estando a solas con sus deseos.
Durante los meses que siguieron a esa noche Lara volvió a sentir esa presencia en muchas ocasiones. Y aunque fuese una locura no podía apartarlo de su mente.

Dos meses antes…
El jet privado tocó suelo español y aunque el pintor sabía que aquella ya no era la noche del veintiuno se le parecía demasiado. No había nevado de ese modo en la ciudad condal desde el invierno del 62. “La nevada más grande que ha caído en Barcelona desde hace casi un siglo” publicó La Vanguardia en la tirada del 27 de diciembre de aquel año.
Durante el viaje Simón pensó en lo sucedido en el Ritz-Carlton de Battery Park y en la buhardilla, llegando a la horrible conclusión que ya no controlaba su vida. No dudaba ni de la determinación del anciano para complacer a su mandante, ni del oscuro poder de Muhtadi, que durante todo el viaje se había mantenido ocupado leyendo un grimorio de extraña encuadernación.
Antes de detenerse el avión por completo el nigromante se despidió de Simón con la parquedad que lo caracterizaba asegurando que se volverían a ver. El modo en que lo dijo y su mirada hierática hizo temer al pintor que su destino hubiese quedado sellado en el mismo momento en que Thomas Fulton se presentó.
Al bajar del jet, Simón vio como un hombre de semblante cadavérico y traje negro abría la puerta trasera de un flamante Rolls-Royce al maestro Muhtadi, que subió sin perder el menor tiempo mientras el chófer de un Bentley, estacionado a pocos metros de la pista, se acercaba para coger el maletín del Sr. Fulton.
El trayecto que separaba el aeropuerto del helipuerto fue breve e incómodo. Nadie los recibiría, ni nadie les impediría pasar. Los dos caminaron a solas hasta un helicóptero negro de impresionantes dimensiones.
-El castillo de la princesa Nadezhda aún queda lejos –sentenció el Sr. Fulton.
-¿Y el piloto?
-Está hablando con él.
A medida que se alejaban de las grandes ciudades, y la distancia que separaba un centro urbano de otro crecía, el helicóptero se adentraba más en un mar de negrura hasta que sólo quedó oscuridad. Simón pensó que en otras circunstancias una noche como aquella, sin luna ni estrellas, le hubiese parecido agradable, tranquila. Pero no era el caso.
-¿Dónde estamos? –preguntó sin apartar la mirada de una luz surgida en medio de la nada.
-En el pirineo catalán. Y esa luz es su nuevo hogar.
Tomaron suelo en medio de un patio cubierto por un manto de nieve virgen. A su alrededor las murallas del castillo se alzaban intimidantes. De los ventanales de la torre del homenaje escapaba una luz cálida y anaranjada mientras el resto de ventanales permanecían cerrados. Caminaron en silencio hasta un portón negro con dos aldabas circulares de metal.
-Ahora debo despedirme –dijo el Sr. Fulton-. En esta parte del castillo muy pocos entran, y aún menos salen.
Simón empujó el portón con mayor facilidad de la que cabría preveer. Un fuerte olor a aceites perfumados e inciensos sorprendió el olfato del pintor, poco acostumbrado a tan empalagosos aromas. Lo cerró dando gracias por haberse equivocado al imaginar un lugar frío y avanzó hacia una luz cálida proveniente de una puerta situada al fundo de una sala diáfana carente de iluminación.
El ama esperaba junto a la lumbre de la chimenea. Dos candelabros de quince brazos iluminaban la majestuosa estancia presidida por una mesa de madera rojiza decorada con taracea de nácar y rodeada por trece sillas de respaldo alto. La tenue luz sólo permitía intuir los marcos barrocos de los cuadros que colgaban en las paredes y las grandes estanterías repletas de libros y objetos irreconocibles.
-Mi señor –dijo el ama con una leve reverencia a modo de saludo-. Mi nombre es Valeriya Kuznetsova. Si lo desea puede llamarme Lera.
>>Mi señora todavía descansa. Es su voluntad que usted se sienta en casa, pues este castillo y todo cuanto contiene le pertenece.

Nueva York, unos meses más tarde…
La puerta siempre estaba entreabierta y el timbre no funcionaba. Así de simple.
Nadie pagaba las facturas por lo que no había ni luz ni agua. Las ventanas no tenían cortinas. Si era de día, el piso quedaba bien iluminado. Si era de noche, la luna hacía bailar las sombras.
Empujó la puerta alertándola con el chirrido de las bisagras. Sin embargo, ella no saldría a recibirlo. No sin saber si era el cartero, un mormón, o un niño vendiendo lotería de Navidad.
Solía esconderse detrás de la puerta del dormitorio esperando la entrada de cualquier desconocido.
-¿Rachel? –dijo con voz queda- Soy Lenard.
Pasó por delante del dormitorio sin mirar, deseando que la puerta permaneciese tal y como estaba. Luego cruzó el salón y entró en el lavabo.
La ropa de Westerna estaba en una silla, junto a la bañera. No lo miró, sólo cogió la americana dándole la espalda. Buscando desesperadamente el móvil en los bolsillos, pero no estaba. Empezó a buscar por el suelo con igual fortuna.
Sin quererlo se obligó a mirar en la bañera, apartando el cadáver del abogado. Desnudo y desangrado. Frío, rígido y limpio.
Escuchó un chasquido de desaprobación. Alzó la mirada y la vio en la puerta del cuarto de baño. Con sus ciegos ojos clavados en él.
No medía más de un metro y medio. Su escasa melena, larga hasta los hombros, tenía un color incierto. Mezcla de mugre y sudor. Los ojos, lechosos y ciegos, se movían erráticamente en las hundidas cuencas oculares y la boca, sin apenas dientes y mezquina, emitía un sonido que tenía algo de acuoso.
En su huesuda mano asía el móvil.
-Rachel –musitó el acólito-, necesito que me des ese teléfono.
La vieja se limitó a lanzar al suelo su precio: un chupete.
Lenard no se opuso. Si la razón tuviese cabida en el mundo actual sería preferible un bebé. No la temería, no sentiría miedo… apenas sufriría. Y el valor de una vida, tan depreciada, era igual al de otra.
En la calle el sol brillaba con impertinente indiferencia. Por fin tenía el móvil del Sr. Westerna.
Tomó asiento en un bar, no muy lejos de la playa, y pidió un vaso de leche caliente para entrar en calor.
Tenía miedo de mirar la lista de contactos y no encontrarlo. Que todo hubiese sido una mentira y que su nueva vida llegase a su fin. Pero no fue así. Aquel triste personaje, que ahora decoraba el cuarto de baño de Rachel, lo conocía. Es más, tenía su número de teléfono.
Cogió su propio móvil y marcó los números. Lo repasó, dos veces, y pulsó el botón de llamada.
-Diga.
Era la voz de una mujer.
-¿El Tercero?
-Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
-Me llamo Lenard.
-¿Quién le ha dado este número?
-Supongo que debería contestar que el Sr. Westerna.
-Explíquese.
-El Sr. Westerna ha muerto.
-¿Lo ha matado usted?
-No.
Se produjo un breve silencio.
-Imagino que quiere contratarme –dijo la voz del Tercero.
-Sí.
-¿Conoce mis honorarios?
-No.
Un segundo silencio.
-Mañana. A las dos de la madrugada en el club Alighieri.
Lenard no conocía ningún club, pero sabía de alguien que los conocía todos.
Noah era una anciana adorable que agasajaba a las visitas con las buenas maneras de quién ha disfrutado de la época victoriana. En su ático de la Quinta Avenida se celebraban las fiestas más exclusivas de la ciudad. Siendo habitual en sus veladas la presencia de políticos, famosos del papel cuché y demás fauna nocturna.
Lo cierto es que Lenard, en condiciones normales, no hubiese podido conocer a alguien como ella. Pero por aquel entonces ya eran buenos amigos y confidentes.
La señorita Noah, así es como solían llamarla pues nunca contrajo matrimonio, contaba 243 primaveras. Pero de naturaleza coqueta, siempre lucía a la última aconsejada por los mejores estilistas de Nueva York.
Cuando la llamó ella insistió en compartir una agradable cena en su terraza. Hubiese sido una grosería imperdonable negarse. Más aún cuando sabía que su vida dependía de su buena voluntad.
Mientras esperaba a Noah en el salón se entretuvo hojeando un libro manuscrito que había encontrado sobre el sofá. First Impressions.
-Tenía una letra preciosa –afirmó la ronroneante voz de Noah, que había entrado sin hacer el menor ruido.
-¿La conociste?
-¿A Jane? Claro. Éramos íntimas.
Noah era una mujer pequeña, de ojos brillantes y piel nacarada. Llevaba el pelo recogido, dejando que un tirabuzón rebelde cayese por encima de su ojo izquierdo. Su cabello, demasiado abundante y vigoroso para alguien de su edad, era rubio y brillante. Vestía sencilla, una blusa de seda natural que se abrochaba hasta el cuello y una falda por debajo de las rodillas. Por supuesto, se alzaba sobre unos impresionantes tacones de aguja.
-Eres tan condescendiente, mi querido Lenard.
>>Vayamos a la terraza.
Le ofreció el brazo y ella aceptó sonriendo.
-Y dime Lenard, ¿Qué se te ha perdido por el club Alighieri?
-Allí me ha citado el Tercero –su voz sonó triunfante.
-Así que el abogado lo conocía… quién lo hubiese dicho.
>> ¿Te costó mucho convencerlo?
-¿Al abogado?
-Sí.
-Cuando le cogí el móvil estaba muerto.
Una sonrisita delató la naturaleza de la anciana.
En el balcón habían dispuesto una mesa para dos.
-Sentémonos –dijo Noah-, y cuéntame eso.
-No hay mucho que contar. Todo te lo debo a ti.
-Yo sólo te dije lo que me habían dicho.
-Lo sé. Pero cuando me lo señalaste el viernes pasado, durante la fiesta, pensé que no debía desaprovechar la oportunidad.
>>No sabía como abordar el tema. Así que me acerqué dubitativo. Y antes de poder hablar con él escuché lo que estaba discutiendo con Teobaldo. Por lo visto, el abogado no era consciente del particular sentido del humor de Teo, ni de quién era su madre.
-No me digas más…
-Exacto. Teobaldo le aseguró que su progenitora necesitaba el consejo de un letrado por un asunto de alimentos en mal estado. El Sr. Westerna no lo dudó ni un momento y se ofreció a la noble tarea de representar a la susodicha.
-Avaricioso incauto.
-Eso mismo pensé. El caso es que al día siguiente lo seguí hasta el piso de Rachel, y tras un tiempo prudencial subí en busca del teléfono.
-Eres valiente. No todos se atreverían a entrar.
Lenard no quiso ahondar en las consecuencias de su visita, y Noah tampoco preguntó.
El mayordomo, un hombre apuesto de impecables referencias, salió a la terraza con los primeros. Para el joven acólito, una ensalada templada de conejo deshuesado, y para Noah, sangre fresca servida en una taza para consomé.
-De todos modos –siguió la anciana tras limpiarse los labios mediante ligeros toques con la servilleta-, ve con cuidado.
-¿Por?
-El club Alighieri es un lugar poco recomendable… yo soy socia.
Después de cenar hablaron distendidamente en un saloncito en el que una joven de tez pálida interpretaba a Franz Liszt en un Steinway del siglo pasado. A ratos se callaban para escuchar el virtuosismo de la pianista y cuando la melodía era casi un susurro se miraban conversando en silencio. Sobre la una de la madrugada Lenard se despidió de Noah besándole la mano.
El chófer de la vampiresa lo esperaba a la salida del emblemático edificio.
Hablar cara a cara con el Tercero había sido su único cometido en los últimos meses. Y de pronto, su inexorable destino era una realidad para la que no estaba preparado.
El chofer abrió la puerta.
-El club Alighieri –anunció a medio tono.
Con paso firme, pero lleno de dudas, entró en el hall del lujoso edificio. Un recepcionista de edad avanzada y ojos cansados le miró con afectado recelo.
-Buenas noches ¿El club Alighieri?
-El menos seis –contestó-. Coja el ascensor.
Lenard se limitó a asentir con la cabeza.
Cuando pulsó el botón de llamada el recepcionista carraspeó sonoramente. Al girarse lo vio con el teléfono en la mano.
-Perdone señor, ¿Con qué nombre debo anunciarlo?
-Lenard.
En el ascensor el imberbe acólito se miró al espejo. Había envejecido. En poco tiempo le habían salido canas y su piel, seca y sin brillo, delataba la falta de sueño. Sus facciones, angulosas y simétricas, se marcaban aún más por la pérdida de peso, y la cicatriz que se asomaba por el cuello de la camisa, junto con su palidez, le daba un aspecto enfermizo y mortecino.
Al salir del ascensor se encontró en un pasillo espacioso y bien iluminado. Al final del mismo había una puerta de color chocolate y dos hombres trajeados custodiándola. Le pareció caminar de un modo artificioso, como si los nervios le anquilosasen las piernas.
Se fijó en el teléfono que colgaba de la pared. Posiblemente el recepcionista había comprobado que realmente era bienvenido.
-Sr. Lenard –entonó uno de los hombres al tiempo que abría la puerta con una llave de tarjeta-. Diríjase a la chica del mostrador.
Entró en un recibidor cuadrado. En el centro se encontraba el mostrador y una chica muy atractiva de sonrisa apaciguadora. En la pared del fondo contaba cuatro puertas, y otras tres a la derecha e izquierda. Todas cerradas.
-Buenas noches Sr. Lenard. Le están esperando. Entre por esa puerta –señaló la segunda de la pared del fondo.
Al acercarse se abrió automáticamente. Había cruzado el espejo.
Una sala no muy grande, poco iluminada y austera. En el centro una mesa redonda y dos sillas. En una de ellas el Tercero.
-Acérquese. Por favor.
El Tercero era una mujer que no aparentaba más de cuarenta años. Pero intuía que era mucho mayor. El tiempo le daría la razón. Sin ser especialmente bella tenía lo que los franceses denominan charme. Sus ojos eran pequeños y oscuros, igual que su corazón. Su larga melena azabache enmarcaba una carita lánguida y blanca, en la que destacaban unos labios rojos y voluminosos.
-Siéntese Sr. Lenard –musitó-. ¿Sabe a qué me dedico?
-Usted encuentra respuestas… y media entre partes.
-Más o menos.
>>¿Sabe cómo lo consigo?
-No.
-Me informó. Por eso no le preguntaré acerca de Lady Noah o el Sr. Westerna.
>>Sin embargo, no sé para quién trabaja. Ni si puede costear mis honorarios.
>>Explíquemelo.
Lenard sacó una libretita y una estilográfica del bolsillo interior de su americana. La abrió y arrancó una hoja en la que escribió una palabra, dobló el papel y lo deslizó por la mesa hasta el Tercero.
Al leerla, la dama arqueo ligeramente la ceja izquierda y miró fijamente al acólito.
-Entiendo.

“El candor de la nieve”

Pocos conocen la historia de la Dama Negra. Sólo pinceladas. Recuerdos olvidados de siglos pasados…
Hacía tres días que llovía incesantemente anegando caminos y huertos. El sendero, que conducía serpenteante al pueblo, era un barrizal en el que los pies se hundían hasta los tobillos.
-Ya no queda lejos mi Señor. –Dijo el joven que caminaba junto al caballero de Moscova- Yo me quedo aquí... Si me lo permite.
El hombre asintió sin apartar los ojos del camino. Alargó la mano y le dio una moneda.
-Gracias mi Señor; que Dios se lo pague.
El chico regreso por donde habían venido, aligerando el paso y sin mirar atrás.
Empezó a llover con más fuerza mientras en el horizonte los relámpagos anunciaban chubasco. La claridad del crepúsculo vespertino permitía vislumbrar al final del camino la silueta oscura del pueblo de Gorodkaya.
El hombre respondía al nombre de Sergey Semiónov. Su estatura superaba a la de todos los que conocía y su constitución era acorde a ella. Vestía una pesada túnica burdeos con capucha que escondía tanto su rostro como sus movimientos, y de su cinto colgaba una espada de mano y media.
El aire estaba viciado y enrarecido. A cien pasos se alzaba la primera casa junto a una pequeña iglesia de arcos ojivales.
Los árboles, y el resto de la vegetación, se habían marchitado. La hierva, oscura y muerta, se pudría por las constantes precipitaciones. Miraba a una y otra banda con ojos pragmáticos, estudiando la posición de los cuerpos en descomposición. Cadáveres de hombres, mujeres y niños cubiertos de gusanos y cuervos que se alimentaban de las hediondas carnes.
Se cubrió la boca y la nariz con la palma de la mano intentando no inspirar la peste a muerte. Las posturas de los muertos eran muy reveladoras. Muchos permanecían cerca de sus hogares, otros en la plaza e incluso algunos habían caído cerca de sus monturas, también muertas.
Escuchó un ruido seco a su espalda. Sin hacer ningún movimiento brusco deslizó su mano hasta la empuñadura de la espada y se giró despacio.
Enfrente, un lobo de pelaje grisáceo lo miraba acechante.
Se mantuvo inmóvil. Asiendo con seguridad su acero.
Otro lobo, con las fauces manchadas de sangre, se acercó despacio por su costado. Le seguía un tercero, más pequeño.
Sergey no sentía ni miedo ni ansiedad. Los lobos empezaron a gruñir mientras se acercaban tanteando la situación. Dio un paso hacia el primero, que era el que estaba a menor distancia. El lobo se detuvo y mostró sus afilados dientes. Uno de los otros dos se había desplazado hasta colocarse a su espalda; rodeándolo.
Comenzó a desenvainar el arma, sin apenas hacer ruido.
El lobo situado frente a él se le abalanzó con las fauces abiertas. Sergey realizó un movimiento limpio y sereno. Su espada se desenvainó rápidamente y dibujó un semicírculo hasta acertar en la cabeza del animal. La hoja afilada había cortado carne, roto hueso y seccionado arterías de la alimaña que yacía muerta sobre un charco de sangre. La acción había durado apenas un latido de corazón.
El lobo a su espalda corrió hacía el caballero. Sergey se giró mientras ejecutaba un elegante movimiento con el arma para asestar otro golpe letal. El filo, ensangrentado, partió certeramente el cráneo del can. No hubo queja o gruñido, sólo un sonido seco y sordo.
Notó como el tercer lobo saltaba entonces sobre su costado, clavándole las aceradas garras en su espalda. Ambos cayeron pesadamente contra la puerta de una pequeña y destartalada casa. Las viejas y raídas maderas se resquebrajaron quedando lobo y hombre dentro del hogar. Sergey estaba tumbado sobre el cadáver de una anciana, y el lobo panza arriba a su costado. Comenzó a incorporarse pero el perro era mucho más rápido. Las mandíbulas se abalanzaron a su cuello, sólo pudo evitar la muerte interceptando la mordedura con su brazo izquierdo. El lobo apretaba con fuerza la extremidad, moviendo la cabeza de un lado a otro intentando arrancar el brazo del cuerpo. El caballero gritó de dolor e ira mientras con su mano derecha intentaba llegar a su espada. Era inútil, el lobo le sujetaba con fiereza y pesaba lo suficiente para inmovilizarlo. Intentó librarse agarrándole la cabeza y clavándole el pulgar en un ojo, pero no sólo no lo soltó sino que apretó con mayor rabia.
Volvió a tantear el suelo, esta vez en busca de lo que fuese. Notó el brazo hinchado y rígido de la mujer sobre la que luchaba y que en su mano todavía asía un cuchillo de cocina. Se lo arrebató de un tirón y lo clavó en el gaznate del animal. El lobo soltó el brazo de Sergey y se desplomó. Todo había acabado. Los tres lobos estaban muertos y él podía contarlo.
Cogió la espada del suelo y la limpió restregándola contra la túnica burdeos. Después la envainó emitiendo el filo su característico sonido y el golpe final de la empuñadura contra la vaina. A continuación, desgarró un pedazo de tela de su capa y se vendó el antebrazo herido.
Pronto su corazón se calmó y su respiración dejó de ser jadeante. Intentó recapacitar. Toda la gente del pueblo, hombres, mujeres y niños, había fallecido súbitamente. La mayoría de un modo tan inesperado y rápido que ni tan siquiera les había dado tiempo a dejar de hacer lo que estuviesen haciendo. Además, también encontraron la muerte los animales y las plantas. No era a consecuencia de un potente veneno pues los lobos que se alimentaron de los cadáveres no fallecieron, ni tampoco los cuervos. La explicación parecía escapar a la razón.
Volvió a mirar el cadáver de la anciana. Su rostro estaba negro y rancio. Las cuencas de los ojos profundamente hundidas. La piel parecía haberse secado más allá de lo que cupiese esperar en tan pocos días, sin embargo su expresión no mostraba ni miedo ni sufrimiento. Como si la muerte se la hubiese llevado sin previo aviso. En todos sus años de experiencia en campos de batalla y tragedias naturales Sergey nunca había visto nada parecido.
Salió de la casa para buscar alguna prueba de qué había sucedido en el ahora maldito pueblo de Gorodkaya. Caminó hasta la plaza donde había un abrevadero de piedra y a escasos codos de éste un hombre caído junto a su mula.
Enfrente se alzaba la pequeña iglesia. Cuando iba a acercarse oyó un sonido inesperado. Un lloriqueo suave, como los gemidos de un gato.
Dio la espalda a la iglesia y sus pasos, guiados por el oído, lo llevaron a la casa de la que provenían los sollozos. La puerta estaba cerrada por lo que tubo que derribarla de un empujón. En el interior el hedor a muerte se mezclaba con un aroma peculiar, una fragancia semejante a la orquídea dama de noche. En la estancia principal el cuerpo putrefacto de una mujer oronda descansaba en una mecedora. Los gemidos persistían detrás de otra puerta. Tras ésta, el aroma cítrico era aún más embriagador y predominaba sobre la peste de un cadáver que reposaba sobre una cama. Un escalofrío recorrió la espalda de Sergey. En el suelo había un recién nacido llorando.
Sin duda un milagro, pues había sobrevivido por lo menos tres días sin comer.
El caballero de Moscova se acercó con cierta desconfianza. El niño sollozaba sin apenas fuerzas, como si fuese consciente que aquel leve lloriqueo le acababa de salvar la vida. Era tan pequeño e indefenso, cómo no lo habían encontrado los lobos.
Se arrodilló y con la ayuda de una manta áspera y basta lo cogió en brazos. El niño dejó de llorar.

Nikolay estaba sentado junto a su padre en la taberna, rodeados de hombres fumando en pipa y bebiendo vodka que escuchaban atentos cada palabra del joven.
-¿El pueblo maldito de Gorodkaya? Le preguntó mi padre. Sí, respondió. No nos podíamos negar, era un hombre de Moscova, venía en nombre de la Dama Negra. Tuve que acompañarlo hasta casi el mismo pueblo. Tres días han pasado y todo sigue tan muerto como lo encontramos.
-¿Por qué le han mandado? –Le inquirió un anciano de poblada barba.
-No lo sé. Bueno, el caballero apenas habló.
-Es brujería, seguro. –Sentenció el mismo hombre.
En ese instante la puerta de la taberna se abrió dejando entrar una ráfaga de aire gélido. Todos se giraron para ver la enorme figura del caballero que en sus brazos abrazaba un bebé.
Se hizo el más incómodo de los silencios.
-¿El sacerdote? –Dijo Sergey.
De entre los presentes un hombre delgado y de pelo ralo se abrió paso.
-Soy yo. –Murmuró.