jueves, 27 de enero de 2011

Un friki muu feliz n_n

Después de “he vuelto”, llega: “he desaparecido en combate” XDDD pero como un buen friki nunca muere, sólo se prepara una nueva ficha de Pj… he regresado con fuerzas renovadas. Y es que últimamente estoy muu ocupado (para muestra la hora en que publico esta entrada... 3:40 de la madrugada XDDD). De todos modos, miraré de no tener tan abandonado el aposento como este último mes… os echo de menos *-*
A lo que íbamos: Lo primero (carita mega-feliz n_n), tita Hellen me ha premiado el blog ^^ pq es súper buena, bonita y un solete. El premio:
 
  
Y como corresponde, cumplo con las reglas ;)
Las normas de este premio son:
1. Elegir 5 blogs que consideres merecedores de este premio por su creatividad, diseño, material y aporte a la comunidad bloguera, sin importar su idioma.
2. Cada premio otorgado debe tener el nombre de su autora y el enlace a su blog para que todos lo visiten.
3. Cada premiada debe exhibir el premio y colocar el nombre y el enlace del blog de la persona que la ha premiado.
4. Premiado y premiadora deben exhibir el enlace de Arte y Pico para que todos conozcan su origen.
5. Exhibir estas reglas.

Esto es:
Mis blogs premiados (me gustaría premiar al de tita Hellen, pero imagino que eso conllevaría un círculo vicioso de consecuencias catastróficas que terminarían en la implosión de Internet o el mundo XDDD):
1: El escondrijo del goblin: ¿Qué puedo decir? me encanta Goblinoide y su blog n_n Un abrachucho ^^
2: Humberto Dib: Es un placer leer sus escritos y aprender de él.
3: Otto comic: Por su arte y sentido del humor n_n
4: Félix MMV Art: Es el Maestro de las Luces ;)
5: No me vengas con historias: Acuática escribe belleza.
Y me gustaría premiar a muchos más… Symmetry, Pitowilson, Lunnaris, Nana y seguro que me olvido de gente ;p

A otra cosa, que hace mucho que no publico n_n
Tenía ganas de enseñar un regalo de los Reyes… yaaaaaa, si espero un poco más lo muestro en Semana Santa XDDD pero ya he dicho que ando ocupado ;)
El regalo en cuestión es una máquina de escribir antigua que me ha encantado y adoro *-*
   
   
Y para terminar, cositas sobre las que quiero postear y aún no he tenido ocasión (aunque todo llegará ^^): Un glosario de los personajes del relato; Un nuevo capítulo (esto tardará un poquito más de lo normal… sooooorry T-T); Un post sobre una partida de rol; Los avances en una partida de rol-realidad que estamos preparando para final de año; Un post de Inocencia; El busto pintado de Inocencia (regalito de Goblinoide ^^); nuevas incorporaciones en mi equipo de Blood Bowl T.A.Z.E.; Nuevas entradas de viajes y muchas más cosas que no tengo tiempo de postear T_T joooooo quiero disponer de más horas…
  
   

viernes, 7 de enero de 2011

He vuelto n_n y relato

Por fin he vuelto n_n Después de unas fiestas desconectado casi por completo pq mi ordenador había muerto, regreso con fuerzas renovadas. Os echaba de menos n_n
Y como lo prometido es deuda (aunque sea con retraso XDDD) un nuevo capítulo, nooooo DOS nuevos capítulos (no tenía ordenador pero sí papel y bolígrafo ;D)... así que preperaos para el post más descomunalmente largo de la historia del aposento friki XDDD Podéis leerlo a trocitos ;D pero comentad que me hará ilusión. Y pronto nuevas entradas que tengo mucho a contar n_n
Como no podía ser de otro modo:
1) Esto sigue de esto.
2) El clásico… En capítulos anteriores: Una vampiresa (Princesa Nadezhda) se zampa a una joven ucraniana. Muy lejos, en New York, un gigoló/pintor (Simón) es “traicionado” por una “amiga” y decide que, importándole un huevo lo que le digan, acudirá a una fiesta a la que no ha sido invitado. Al día siguiente, Lara acude en el lugar de su amiga Sam a la buhardilla del pintor/gigoló para posar (si es que… n_n). Total, que chico conoce chica.
Llega la noche del veintiuno. Nos presentan a un nuevo y misterioso personaje, el sr. Thomas Fulton. El enigmático anciano se carga a un profe en Roma y habla de un cuadro. En la fiesta de navidad del veintiuno, Evelyn descubre al pintor entre la peña… se cabrea y va en su búsqueda.
Mini discusión atajada por el sr. Fulton. El anciano sorprende al pintor al decir: “Pinta paisajes nevados de lugares que nunca ha visitado… y siente añoranza.
>>¿Nunca se ha preguntado el porqué?”
Thomas Fulton y Simón regresan a la buhardilla donde el pintor conocerá al Maestro Nigromante Muhtadi. Comienza el viaje n_n
Lara, que no ha dejado de pensar en el pintor, encuentra la buhardilla vacía y el lienzo con su alma dibujada.
Continua la trama n_n
3) Espero que os guste n_n
 
“Cuentos”

Le acarició el cabello despacito, con amor.
-Vamos duérmete –susurró.
-Cuéntame un cuento mamá.
-Es tarde… duérmete.
-Sólo uno –insistió con la voz que utilizaba para mendigar caramelos a su abuelo.
-Uno… y cortito.
Lara dibujó una sonrisa preciosa al tiempo que se abrazaba al señor Legs preparándose para sucumbir al sueño.
-Había una vez –comenzó su madre- una ranita en la orilla de un río cuando se le acercó un escorpión.
>>-Hola ranita –le dijo el escorpión-. ¿Puedes ayudarme a cruzar el río?
>> ¿Cómo? –dudó la ranita que era muy desconfiada.
>>-En tu espalda… yo no sé nadar.
>>-Ni lo sueñes. Si te dejo subir a mi espalda me picarás con tu aguijón y el veneno que corre por tus venas me matará.
>>-No puedes hablar en serio –protestó el escorpión-. De hacer eso me hundiría contigo y como no sé nadar también moriría.
>>La ranita pensó y pensó.
>>-Está bien escorpión. Súbete a mi espalda y yo te llevaré hasta la otra orilla.
>>Ambos comenzaron a cruzar el río, y cuando se encontraban a medio camino el escorpión picó a la ranita con su aguijón venenoso. Medio ahogada y viendo que el escorpión también se hundía sacó las fuerzas suficientes para preguntarle: ¿Por qué escorpión? ¿Por qué?
>>-Es mi naturaleza ranita. No puedo luchar contra eso.
>>Y así, ranita y escorpión…
…duerme mi vida. Duerme.

Escondió el lienzo detrás del armario de su cuarto sin decirle nada a Sam. No quería que nadie la viese como él la había visto.
Más allá de las formas de su cuerpo, e incluso de la lascivia con que miró al pintor mientras la esbozaba, esas pinceladas desnudaban su alma. Como si quisiese hablarle a través de la pintura y ruborizarla con cada trazo.
Por la noche, desde hacía dos meses, miraba el lienzo y pensaba en como hubiese sido conocer al pintor. Recordaba la tarde en el café e imaginaba conversaciones que no se produjeron, y cuando se tumbaba en la cama y cerraba los ojos se sentía frágil y estúpida por no dejar de pensar en su recuerdo.
-¿Seguro que no quieres venir? –preguntó Sam al otro lado de la puerta.
-Seguro. Tengo mucho que estudiar –mintió.
-Pero… es sábado.
-Vete. No voy a salir.
Esperó a escuchar el quejido del ascensor antes de soltar la biografía de Modigliani y quitarse la sudadera de la NYU que había comprado en su primer año de universidad. Quizás se engañaba al mantener vivo ese recuerdo romántico. El de un hombre que sólo había visto una vez. El bohemio que sonreía cuando ella hablaba y la besaba en la mejilla al despedirse. Pero necesitaba esa esperanza.
Se tumbó en la cama, estiró el brazo derecho por detrás de la cabeza y con la punta del dedo índice alcanzó el interruptor de la luz para quedarse a oscuras.
Cerró los ojos e imaginó a Simón trabajando en su lienzo. Ruborizándose cuando le devolvía la mirada al dibujar su rostro. Volviéndose a excitar al recordar los ojos del pintor recorriendo su espalda hasta detenerse en su culo.
Empezó a acariciarse los pechos por encima del pijama mientras soñaba con sus manos. A desnudarse al sentirse febril, a masturbarse al imaginarlo entre sus piernas. Abrazado a sus muslos y besando su vientre.
Ella estaba ahora de pie en un dormitorio de paredes ocres. Iluminada por una luna vergonzosa y velas que olían a miel. Soñaba cuentos húmedos, tórridos y lascivos.
El pintor se arrodillaba entonces dibujando el contorno de sus caderas con las manos. Su mirada era inequívocamente apasionada. Ella le acariciaba el cabello, negro como el miedo y sedoso como el deseo. Y él la besaba de nuevo, justo debajo del ombligo. Un beso sostenido y caliente.
-Eres preciosa –le decía. Y volvía a besarla unos centímetros más abajo.
Lara retuvo la respiración uniendo el sueño a la realidad.
-Eres preciosa –repitió.
Y la besó nuevamente. Ahora en los labios, húmedos y ardientes. Ella exhaló vaciándose de cualquier temor y separó aún más las piernas.
-Eres preciosa.
Hubo otro beso. Mucho más largo, mucho más húmedo.
Lara le apretaba la cabeza contra su sexo mientras jadeaba con silencioso placer. Moviendo las caderas, apretando los muslos, sintiendo la legua del pintor que seguía sin separarse de sus labios cada vez más calientes, dilatados y sabrosos.
La devoraba mientras se deshacía en su boca, bebiéndosela.
Gimió con fuerza al imaginárselo sobre ella. Poseyéndose como amantes. Sudorosos, jadeantes y excitados. Apretándose. Arrancándose gritos, mordiscos y arañazos. Caricias, besos y sollozos. Miradas, olores y saliva. Más besos, apasionados, furiosos y sinceros. Suaves y violentos. Agarrados hasta enrojecer, hasta no poder, hasta perder el aliento y el grito. Silenciado, robado. Explotando mojados.
Él sobre ella, aún abrazados… siempre soñando.
Oliéndose, sintiéndose. Notando el corazón todavía acelerado. Acariciándose hasta que el sueño llegó a su fin y sólo quedó la cruda verdad.
Abrió los ojos. Empapada en sudor, jadeando agitadamente, con los dedos de su mano derecha todavía en su sexo mojado y la izquierda sobre su pecho.
Se hizo un ovillo y se tapó con el edredón sintiendo al pintor abrazándola por detrás. Su respiración aún era entrecortada y su mente no reaccionaba con claridad. Hubiese jurado que notaba el calor de otro cuerpo a su lado e incluso el latido de su corazón. Y de pronto, esa presencia abandonó la cama. Se giró asustada, sin tiempo a racionalizar su miedo. E intentando ver en la oscuridad palpó el interruptor y encendió la luz.
Pero evidentemente seguía estando a solas con sus deseos.
Durante los meses que siguieron a esa noche Lara volvió a sentir esa presencia en muchas ocasiones. Y aunque fuese una locura no podía apartarlo de su mente.

Dos meses antes…
El jet privado tocó suelo español y aunque el pintor sabía que aquella ya no era la noche del veintiuno se le parecía demasiado. No había nevado de ese modo en la ciudad condal desde el invierno del 62. “La nevada más grande que ha caído en Barcelona desde hace casi un siglo” publicó La Vanguardia en la tirada del 27 de diciembre de aquel año.
Durante el viaje Simón pensó en lo sucedido en el Ritz-Carlton de Battery Park y en la buhardilla, llegando a la horrible conclusión que ya no controlaba su vida. No dudaba ni de la determinación del anciano para complacer a su mandante, ni del oscuro poder de Muhtadi, que durante todo el viaje se había mantenido ocupado leyendo un grimorio de extraña encuadernación.
Antes de detenerse el avión por completo el nigromante se despidió de Simón con la parquedad que lo caracterizaba asegurando que se volverían a ver. El modo en que lo dijo y su mirada hierática hizo temer al pintor que su destino hubiese quedado sellado en el mismo momento en que Thomas Fulton se presentó.
Al bajar del jet, Simón vio como un hombre de semblante cadavérico y traje negro abría la puerta trasera de un flamante Rolls-Royce al maestro Muhtadi, que subió sin perder el menor tiempo mientras el chófer de un Bentley, estacionado a pocos metros de la pista, se acercaba para coger el maletín del Sr. Fulton.
El trayecto que separaba el aeropuerto del helipuerto fue breve e incómodo. Nadie los recibiría, ni nadie les impediría pasar. Los dos caminaron a solas hasta un helicóptero negro de impresionantes dimensiones.
-El castillo de la princesa Nadezhda aún queda lejos –sentenció el Sr. Fulton.
-¿Y el piloto?
-Está hablando con él.
A medida que se alejaban de las grandes ciudades, y la distancia que separaba un centro urbano de otro crecía, el helicóptero se adentraba más en un mar de negrura hasta que sólo quedó oscuridad. Simón pensó que en otras circunstancias una noche como aquella, sin luna ni estrellas, le hubiese parecido agradable, tranquila. Pero no era el caso.
-¿Dónde estamos? –preguntó sin apartar la mirada de una luz surgida en medio de la nada.
-En el pirineo catalán. Y esa luz es su nuevo hogar.
Tomaron suelo en medio de un patio cubierto por un manto de nieve virgen. A su alrededor las murallas del castillo se alzaban intimidantes. De los ventanales de la torre del homenaje escapaba una luz cálida y anaranjada mientras el resto de ventanales permanecían cerrados. Caminaron en silencio hasta un portón negro con dos aldabas circulares de metal.
-Ahora debo despedirme –dijo el Sr. Fulton-. En esta parte del castillo muy pocos entran, y aún menos salen.
Simón empujó el portón con mayor facilidad de la que cabría preveer. Un fuerte olor a aceites perfumados e inciensos sorprendió el olfato del pintor, poco acostumbrado a tan empalagosos aromas. Lo cerró dando gracias por haberse equivocado al imaginar un lugar frío y avanzó hacia una luz cálida proveniente de una puerta situada al fundo de una sala diáfana carente de iluminación.
El ama esperaba junto a la lumbre de la chimenea. Dos candelabros de quince brazos iluminaban la majestuosa estancia presidida por una mesa de madera rojiza decorada con taracea de nácar y rodeada por trece sillas de respaldo alto. La tenue luz sólo permitía intuir los marcos barrocos de los cuadros que colgaban en las paredes y las grandes estanterías repletas de libros y objetos irreconocibles.
-Mi señor –dijo el ama con una leve reverencia a modo de saludo-. Mi nombre es Valeriya Kuznetsova. Si lo desea puede llamarme Lera.
>>Mi señora todavía descansa. Es su voluntad que usted se sienta en casa, pues este castillo y todo cuanto contiene le pertenece.

Nueva York, unos meses más tarde…
La puerta siempre estaba entreabierta y el timbre no funcionaba. Así de simple.
Nadie pagaba las facturas por lo que no había ni luz ni agua. Las ventanas no tenían cortinas. Si era de día, el piso quedaba bien iluminado. Si era de noche, la luna hacía bailar las sombras.
Empujó la puerta alertándola con el chirrido de las bisagras. Sin embargo, ella no saldría a recibirlo. No sin saber si era el cartero, un mormón, o un niño vendiendo lotería de Navidad.
Solía esconderse detrás de la puerta del dormitorio esperando la entrada de cualquier desconocido.
-¿Rachel? –dijo con voz queda- Soy Lenard.
Pasó por delante del dormitorio sin mirar, deseando que la puerta permaneciese tal y como estaba. Luego cruzó el salón y entró en el lavabo.
La ropa de Westerna estaba en una silla, junto a la bañera. No lo miró, sólo cogió la americana dándole la espalda. Buscando desesperadamente el móvil en los bolsillos, pero no estaba. Empezó a buscar por el suelo con igual fortuna.
Sin quererlo se obligó a mirar en la bañera, apartando el cadáver del abogado. Desnudo y desangrado. Frío, rígido y limpio.
Escuchó un chasquido de desaprobación. Alzó la mirada y la vio en la puerta del cuarto de baño. Con sus ciegos ojos clavados en él.
No medía más de un metro y medio. Su escasa melena, larga hasta los hombros, tenía un color incierto. Mezcla de mugre y sudor. Los ojos, lechosos y ciegos, se movían erráticamente en las hundidas cuencas oculares y la boca, sin apenas dientes y mezquina, emitía un sonido que tenía algo de acuoso.
En su huesuda mano asía el móvil.
-Rachel –musitó el acólito-, necesito que me des ese teléfono.
La vieja se limitó a lanzar al suelo su precio: un chupete.
Lenard no se opuso. Si la razón tuviese cabida en el mundo actual sería preferible un bebé. No la temería, no sentiría miedo… apenas sufriría. Y el valor de una vida, tan depreciada, era igual al de otra.
En la calle el sol brillaba con impertinente indiferencia. Por fin tenía el móvil del Sr. Westerna.
Tomó asiento en un bar, no muy lejos de la playa, y pidió un vaso de leche caliente para entrar en calor.
Tenía miedo de mirar la lista de contactos y no encontrarlo. Que todo hubiese sido una mentira y que su nueva vida llegase a su fin. Pero no fue así. Aquel triste personaje, que ahora decoraba el cuarto de baño de Rachel, lo conocía. Es más, tenía su número de teléfono.
Cogió su propio móvil y marcó los números. Lo repasó, dos veces, y pulsó el botón de llamada.
-Diga.
Era la voz de una mujer.
-¿El Tercero?
-Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
-Me llamo Lenard.
-¿Quién le ha dado este número?
-Supongo que debería contestar que el Sr. Westerna.
-Explíquese.
-El Sr. Westerna ha muerto.
-¿Lo ha matado usted?
-No.
Se produjo un breve silencio.
-Imagino que quiere contratarme –dijo la voz del Tercero.
-Sí.
-¿Conoce mis honorarios?
-No.
Un segundo silencio.
-Mañana. A las dos de la madrugada en el club Alighieri.
Lenard no conocía ningún club, pero sabía de alguien que los conocía todos.
Noah era una anciana adorable que agasajaba a las visitas con las buenas maneras de quién ha disfrutado de la época victoriana. En su ático de la Quinta Avenida se celebraban las fiestas más exclusivas de la ciudad. Siendo habitual en sus veladas la presencia de políticos, famosos del papel cuché y demás fauna nocturna.
Lo cierto es que Lenard, en condiciones normales, no hubiese podido conocer a alguien como ella. Pero por aquel entonces ya eran buenos amigos y confidentes.
La señorita Noah, así es como solían llamarla pues nunca contrajo matrimonio, contaba 243 primaveras. Pero de naturaleza coqueta, siempre lucía a la última aconsejada por los mejores estilistas de Nueva York.
Cuando la llamó ella insistió en compartir una agradable cena en su terraza. Hubiese sido una grosería imperdonable negarse. Más aún cuando sabía que su vida dependía de su buena voluntad.
Mientras esperaba a Noah en el salón se entretuvo hojeando un libro manuscrito que había encontrado sobre el sofá. First Impressions.
-Tenía una letra preciosa –afirmó la ronroneante voz de Noah, que había entrado sin hacer el menor ruido.
-¿La conociste?
-¿A Jane? Claro. Éramos íntimas.
Noah era una mujer pequeña, de ojos brillantes y piel nacarada. Llevaba el pelo recogido, dejando que un tirabuzón rebelde cayese por encima de su ojo izquierdo. Su cabello, demasiado abundante y vigoroso para alguien de su edad, era rubio y brillante. Vestía sencilla, una blusa de seda natural que se abrochaba hasta el cuello y una falda por debajo de las rodillas. Por supuesto, se alzaba sobre unos impresionantes tacones de aguja.
-Eres tan condescendiente, mi querido Lenard.
>>Vayamos a la terraza.
Le ofreció el brazo y ella aceptó sonriendo.
-Y dime Lenard, ¿Qué se te ha perdido por el club Alighieri?
-Allí me ha citado el Tercero –su voz sonó triunfante.
-Así que el abogado lo conocía… quién lo hubiese dicho.
>> ¿Te costó mucho convencerlo?
-¿Al abogado?
-Sí.
-Cuando le cogí el móvil estaba muerto.
Una sonrisita delató la naturaleza de la anciana.
En el balcón habían dispuesto una mesa para dos.
-Sentémonos –dijo Noah-, y cuéntame eso.
-No hay mucho que contar. Todo te lo debo a ti.
-Yo sólo te dije lo que me habían dicho.
-Lo sé. Pero cuando me lo señalaste el viernes pasado, durante la fiesta, pensé que no debía desaprovechar la oportunidad.
>>No sabía como abordar el tema. Así que me acerqué dubitativo. Y antes de poder hablar con él escuché lo que estaba discutiendo con Teobaldo. Por lo visto, el abogado no era consciente del particular sentido del humor de Teo, ni de quién era su madre.
-No me digas más…
-Exacto. Teobaldo le aseguró que su progenitora necesitaba el consejo de un letrado por un asunto de alimentos en mal estado. El Sr. Westerna no lo dudó ni un momento y se ofreció a la noble tarea de representar a la susodicha.
-Avaricioso incauto.
-Eso mismo pensé. El caso es que al día siguiente lo seguí hasta el piso de Rachel, y tras un tiempo prudencial subí en busca del teléfono.
-Eres valiente. No todos se atreverían a entrar.
Lenard no quiso ahondar en las consecuencias de su visita, y Noah tampoco preguntó.
El mayordomo, un hombre apuesto de impecables referencias, salió a la terraza con los primeros. Para el joven acólito, una ensalada templada de conejo deshuesado, y para Noah, sangre fresca servida en una taza para consomé.
-De todos modos –siguió la anciana tras limpiarse los labios mediante ligeros toques con la servilleta-, ve con cuidado.
-¿Por?
-El club Alighieri es un lugar poco recomendable… yo soy socia.
Después de cenar hablaron distendidamente en un saloncito en el que una joven de tez pálida interpretaba a Franz Liszt en un Steinway del siglo pasado. A ratos se callaban para escuchar el virtuosismo de la pianista y cuando la melodía era casi un susurro se miraban conversando en silencio. Sobre la una de la madrugada Lenard se despidió de Noah besándole la mano.
El chófer de la vampiresa lo esperaba a la salida del emblemático edificio.
Hablar cara a cara con el Tercero había sido su único cometido en los últimos meses. Y de pronto, su inexorable destino era una realidad para la que no estaba preparado.
El chofer abrió la puerta.
-El club Alighieri –anunció a medio tono.
Con paso firme, pero lleno de dudas, entró en el hall del lujoso edificio. Un recepcionista de edad avanzada y ojos cansados le miró con afectado recelo.
-Buenas noches ¿El club Alighieri?
-El menos seis –contestó-. Coja el ascensor.
Lenard se limitó a asentir con la cabeza.
Cuando pulsó el botón de llamada el recepcionista carraspeó sonoramente. Al girarse lo vio con el teléfono en la mano.
-Perdone señor, ¿Con qué nombre debo anunciarlo?
-Lenard.
En el ascensor el imberbe acólito se miró al espejo. Había envejecido. En poco tiempo le habían salido canas y su piel, seca y sin brillo, delataba la falta de sueño. Sus facciones, angulosas y simétricas, se marcaban aún más por la pérdida de peso, y la cicatriz que se asomaba por el cuello de la camisa, junto con su palidez, le daba un aspecto enfermizo y mortecino.
Al salir del ascensor se encontró en un pasillo espacioso y bien iluminado. Al final del mismo había una puerta de color chocolate y dos hombres trajeados custodiándola. Le pareció caminar de un modo artificioso, como si los nervios le anquilosasen las piernas.
Se fijó en el teléfono que colgaba de la pared. Posiblemente el recepcionista había comprobado que realmente era bienvenido.
-Sr. Lenard –entonó uno de los hombres al tiempo que abría la puerta con una llave de tarjeta-. Diríjase a la chica del mostrador.
Entró en un recibidor cuadrado. En el centro se encontraba el mostrador y una chica muy atractiva de sonrisa apaciguadora. En la pared del fondo contaba cuatro puertas, y otras tres a la derecha e izquierda. Todas cerradas.
-Buenas noches Sr. Lenard. Le están esperando. Entre por esa puerta –señaló la segunda de la pared del fondo.
Al acercarse se abrió automáticamente. Había cruzado el espejo.
Una sala no muy grande, poco iluminada y austera. En el centro una mesa redonda y dos sillas. En una de ellas el Tercero.
-Acérquese. Por favor.
El Tercero era una mujer que no aparentaba más de cuarenta años. Pero intuía que era mucho mayor. El tiempo le daría la razón. Sin ser especialmente bella tenía lo que los franceses denominan charme. Sus ojos eran pequeños y oscuros, igual que su corazón. Su larga melena azabache enmarcaba una carita lánguida y blanca, en la que destacaban unos labios rojos y voluminosos.
-Siéntese Sr. Lenard –musitó-. ¿Sabe a qué me dedico?
-Usted encuentra respuestas… y media entre partes.
-Más o menos.
>>¿Sabe cómo lo consigo?
-No.
-Me informó. Por eso no le preguntaré acerca de Lady Noah o el Sr. Westerna.
>>Sin embargo, no sé para quién trabaja. Ni si puede costear mis honorarios.
>>Explíquemelo.
Lenard sacó una libretita y una estilográfica del bolsillo interior de su americana. La abrió y arrancó una hoja en la que escribió una palabra, dobló el papel y lo deslizó por la mesa hasta el Tercero.
Al leerla, la dama arqueo ligeramente la ceja izquierda y miró fijamente al acólito.
-Entiendo.

“El candor de la nieve”

Pocos conocen la historia de la Dama Negra. Sólo pinceladas. Recuerdos olvidados de siglos pasados…
Hacía tres días que llovía incesantemente anegando caminos y huertos. El sendero, que conducía serpenteante al pueblo, era un barrizal en el que los pies se hundían hasta los tobillos.
-Ya no queda lejos mi Señor. –Dijo el joven que caminaba junto al caballero de Moscova- Yo me quedo aquí... Si me lo permite.
El hombre asintió sin apartar los ojos del camino. Alargó la mano y le dio una moneda.
-Gracias mi Señor; que Dios se lo pague.
El chico regreso por donde habían venido, aligerando el paso y sin mirar atrás.
Empezó a llover con más fuerza mientras en el horizonte los relámpagos anunciaban chubasco. La claridad del crepúsculo vespertino permitía vislumbrar al final del camino la silueta oscura del pueblo de Gorodkaya.
El hombre respondía al nombre de Sergey Semiónov. Su estatura superaba a la de todos los que conocía y su constitución era acorde a ella. Vestía una pesada túnica burdeos con capucha que escondía tanto su rostro como sus movimientos, y de su cinto colgaba una espada de mano y media.
El aire estaba viciado y enrarecido. A cien pasos se alzaba la primera casa junto a una pequeña iglesia de arcos ojivales.
Los árboles, y el resto de la vegetación, se habían marchitado. La hierba, oscura y muerta, se pudría por las constantes precipitaciones. Miraba a una y otra banda con ojos pragmáticos, estudiando la posición de los cuerpos en descomposición. Cadáveres de hombres, mujeres y niños cubiertos de gusanos y cuervos que se alimentaban de las hediondas carnes.
Se cubrió la boca y la nariz con la palma de la mano intentando no inspirar la peste a muerte. Las posturas de los muertos eran muy reveladoras. Muchos permanecían cerca de sus hogares, otros en la plaza e incluso algunos habían caído cerca de sus monturas, también muertas.
Escuchó un ruido seco a su espalda. Sin hacer ningún movimiento brusco deslizó su mano hasta la empuñadura de la espada y se giró despacio.
Enfrente, un lobo de pelaje grisáceo lo miraba acechante.
Se mantuvo inmóvil. Asiendo con seguridad su acero.
Otro lobo, con las fauces manchadas de sangre, se acercó despacio por su costado. Le seguía un tercero, más pequeño.
Sergey no sentía ni miedo ni ansiedad. Los lobos empezaron a gruñir mientras se acercaban tanteando la situación. Dio un paso hacia el primero, que era el que estaba a menor distancia. El lobo se detuvo y mostró sus afilados dientes. Uno de los otros dos se había desplazado hasta colocarse a su espalda; rodeándolo.
Comenzó a desenvainar el arma, sin apenas hacer ruido.
El segundo lobo, situado frente a él, se le abalanzó con las fauces abiertas. Sergey realizó un movimiento limpio y sereno. Su espada se desenvainó rápidamente y dibujó un semicírculo hasta acertar en la cabeza del animal. La hoja afilada había cortado carne, roto hueso y seccionado arterías de la alimaña que yacía muerta sobre un charco de sangre. La acción había durado apenas un latido de corazón.
El lobo a su espalda corrió hacía el caballero. Sergey se giró mientras ejecutaba un elegante movimiento con el arma para asestar otro golpe letal. El filo, ensangrentado, partió certeramente el cráneo del can. No hubo queja alguna, sólo un sonido seco y sordo.
Notó como el tercer lobo saltaba entonces sobre su costado, clavándole las aceradas garras en su espalda. Ambos cayeron pesadamente contra la puerta de una pequeña y destartalada casa. Las viejas y raídas maderas se resquebrajaron quedando lobo y hombre dentro del hogar. Sergey estaba tumbado sobre el cadáver de una anciana, y el lobo panza arriba a su costado. Comenzó a incorporarse pero el perro era mucho más rápido. Las mandíbulas se abalanzaron a su cuello, sólo pudo evitar la muerte interceptando la mordedura con su brazo izquierdo. El lobo apretaba con fuerza la extremidad, moviendo la cabeza de un lado a otro intentando arrancar el brazo del cuerpo. El caballero gritó de dolor e ira mientras con su mano derecha intentaba llegar a su espada. Era inútil, el lobo le sujetaba con fiereza y pesaba lo suficiente para inmovilizarlo. Intentó librarse clavándole el pulgar en un ojo, pero no sólo no lo soltó sino que apretó con mayor rabia.
Volvió a tantear el suelo, esta vez en busca de lo que fuese. Notó el brazo hinchado y rígido de la mujer sobre la que luchaba y que en su mano todavía asía un cuchillo de cocina. Se lo arrebató de un tirón y lo clavó en el gaznate del animal. El lobo soltó el brazo de Sergey y se desplomó. Todo había acabado. Los tres lobos estaban muertos y él podía contarlo.
Cogió la espada del suelo y la limpió restregándola contra la túnica burdeos. Después la envainó emitiendo el filo su característico sonido y el golpe final de la empuñadura contra la vaina. A continuación, desgarró un pedazo de tela de su capa y se vendó el antebrazo herido.
Pronto su corazón se calmó y su respiración dejó de ser jadeante. Intentó recapacitar. Toda la gente del pueblo, hombres, mujeres y niños, había fallecido súbitamente. La mayoría de un modo tan inesperado y rápido que ni tan siquiera les había dado tiempo a dejar de hacer lo que estuviesen haciendo. Además, también encontraron la muerte los animales y las plantas. No era a consecuencia de un potente veneno pues los lobos que se alimentaron de los cadáveres no fallecieron, ni tampoco los cuervos. La explicación parecía escapar a la razón.
Volvió a mirar el cadáver de la anciana. Su rostro estaba negro y rancio. Las cuencas de los ojos profundamente hundidas. La piel parecía haberse secado más allá de lo que cupiese esperar en tan pocos días, sin embargo su expresión no mostraba ni miedo ni sufrimiento. Como si la muerte se la hubiese llevado sin previo aviso. En todos sus años de experiencia en campos de batalla y tragedias naturales Sergey nunca había visto nada parecido.
Salió de la casa para buscar alguna prueba de qué había sucedido en el ahora maldito pueblo de Gorodkaya. Caminó hasta la plaza donde había un abrevadero de piedra y a escasos codos de éste un hombre caído junto a su mula.
Enfrente se alzaba la pequeña iglesia. Cuando iba a acercarse oyó un sonido inesperado. Un lloriqueo suave, como los gemidos de un gato.
Dio la espalda a la iglesia y sus pasos, guiados por el oído, lo llevaron a la casa de la que provenían los sollozos. La puerta estaba cerrada por lo que tubo que derribarla de un empujón. En el interior el hedor a muerte se mezclaba con un aroma peculiar, una fragancia semejante a la orquídea dama de noche. En la estancia principal el cuerpo putrefacto de una mujer oronda descansaba en una mecedora. Los gemidos persistían detrás de otra puerta. Tras ésta, el aroma cítrico era aún más embriagador y predominaba sobre la peste de un cadáver que reposaba sobre una cama. Un escalofrío recorrió la espalda de Sergey. En el suelo había un recién nacido llorando.
Sin duda un milagro, pues había sobrevivido por lo menos tres días sin comer.
El caballero de Moscova se acercó con cierta desconfianza. El niño sollozaba sin apenas fuerzas, como si fuese consciente que aquel leve lloriqueo le acababa de salvar la vida. Era tan pequeño e indefenso, cómo no lo habían encontrado los lobos.
Se arrodilló y con la ayuda de una manta áspera y basta lo cogió en brazos. El niño dejó de llorar.

Nikolay estaba sentado junto a su padre en la taberna, rodeados de hombres fumando en pipa y bebiendo vodka que escuchaban atentos cada palabra del joven.
-¿El pueblo maldito de Gorodkaya? Le preguntó mi padre. Sí, respondió. No nos podíamos negar, era un hombre de Moscova, venía en nombre de la Dama Negra. Tuve que acompañarlo hasta casi el mismo pueblo. Tres días han pasado y todo sigue tan muerto como lo encontramos.
-¿Por qué le han mandado? –Le inquirió un anciano de poblada barba.
-No lo sé. Bueno, el caballero apenas habló.
-Es brujería, seguro. –Sentenció el mismo hombre.
En ese instante la puerta de la taberna se abrió dejando entrar una ráfaga de aire gélido. Todos se giraron para ver la enorme figura del caballero que en sus brazos abrazaba un bebé.
Se hizo el más incómodo de los silencios.
-¿El sacerdote? –Dijo Sergey.
De entre los presentes un hombre delgado y de pelo ralo se abrió paso.
-Soy yo. –Murmuró.